Artículos BLOOMSDAY 2004

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Blanco y Negro Cultural, no. 645 (5 de junio de 2004), págs. 5-8.
Ulises, un paseo de cien años

Se cumple el centenario del más célebre paseo de la historia de la literaura: el que realizó Leopoldo Bloom por Dublín el 16 de junio de 1904, según describió James Joyce en Ulises. En torno a este aniversario del universalmente conocido como Bloomsday se inaugura una gran exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en la que se profundiza, entre otros apectos de la obra y la figura de Joyce, en su relación con los principales escritores españoles del siglo XX.

Joyce en España (J. Goytisolo)

Joyce, por ejemplo (J. Ríos)

Fotografía de dama (E. Chamorro)

Joyce en España (págs. 4-5)

Juan Goytisolo

Leí a Joyce por primera vez a los diecinueve años. Un amigo barcelonés, inscrito como yo en la Facultad de Derecho y apasionado también de la literatura, me prestó un ejemplar del Retrato del artista adolescente, en traducción española de “Alfonso Donado”—Dámaso Alonso no había osado firmarla—y con un sugestivo prólogo de Antonio Marichalar, impreso en 1926 y prohibido desde el alzamiento militar por la censura franquista. Inútil decir que su lectura me impresionó: educado, como Stephen Dedalus en un colegio religioso de las características del que Joyce nos pinta, disfruté de cada página con esa intensidad que sólo procuran las obras maestras, ya sean de Sterne, de Flaubert o de Proust. La minuciosa descripción de los Ejercicios Espirituales ignacianos reproducia párrafo a párrafo, casi en tiempo real a los que un lector como yo podía agregar el tono de voz, el gesto y la mimica-, el discurso destinado a aterrorizar a las mentes jóvenes e inexpertas a fm de sujetarlas de por vida a los preceptos de papel de la Iglesia de Roma y mantenerlas en un estado de enfermiza culpabiidad. Casi un siglo antes, Blanco Whíte había descrito también, con singular eficacia narrativa, las prédicas del padre Vega en La cueva sevillana, de idénticos recursos melodramáticos y escenificación terrifica, pero Joyce no conocía desde luego la obra de su remoto predecesor Con esa extraordinaria capacidad para captar los registros de voz -capacidad que luego extendería al murmullo polifónico de Bloom-, el retiro espiritual del padre Arneil, sobriamente descrito con su «pesado manteo, la cara pálida y consumida y una voz cascada de reumático», será el punto de partida de la rebeldía de Stephen y de su voluntad de alejarse para siempre aunque sin olvidarla nunca- de la sociedad opresora en la que se crió.
Los retratos de Gente de Dublin–núcleo seminal de la posterior obra joyciana–me atrajeron igualmente con fuerza, pues respondían, al menos en parte, al canon literario que conocía y al que me esforzaba en seguir en mis pinitos de escritor Por esta razón, cuando me sumergí dos o tres años después en la lectura de Ulises, editado en Argentina con una muy meritoria traducción de Salas Subirat, mi primera impresión fue de desconcierto, como si el suelo de la novela fallara bajo mis pies. El mal llamado «monólogo interior» de Bloom me introducía en un territorio lfterario desconocido y, a cada paso, debía detenerme y volver atrás, para estar seguro de seguirle la pista y asimilar con provecho lo que leía. Joyce, como todo innovador auténtico, impone la relectura: en la superación de sus dificultades radicaba precisamente mi goce de lector

El lenguaje como protagonista
En diversos pasajes de la obra quise adiestrar el oído a su escucha, pero el español bonaerense no me lo permitía: leía el texto, mas no escuchaba su música. Recurrí entonces a la traducción francesa de Valéry Larbaud y mi frustración fue la misma.
No obstante la escrupulosa fidelidad del amigo y discípulo de Joyce, me sentía tan insatisfecho como en la lectura de su versión argentina: el genio de una lengua se adapta difícilmente al de las demás cuando el lenguaje asume el verdadero protagonismo de la narración.
Mi certidumbre se confirmó el día en que me enfrenté por fin al original, en la edición de John Lane, impresa en 1952, un ejemplar que pertenecía a Monique Lange y del que nunca me separo. Dicha edición contiene una serie de apéndices ilustrativos de la lucha de Joyce contra el poder castrador de la censura a lo largo de una década: el escrito protesta de los mejores escritores de la época de la edición mutilada de la novela, publicada en Estados Unidos sin la autorización del autor, entre cuyos firmantes figuran Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Gabriel Miró, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes y Miguel de Unamuno, amén de Antonio Manchalar; la carta del propio Joyce al editor (y censor) estadounidense; las actas de la resolución del Tribunal de Nueva York sobre la presunta obscenidad del texto. Como los asiduos de la obra joyciana saben, Ulises fue impreso primero en 1922 y 1923, en ediciones numeradas de mil, dos mil y de quinientos ejemplares, hasta que la audaz propietaria de la librería parisiense Shakespeare amd Company, la ya inmortal Silvia Beach, se lanzó a la aventura de publicarlo en edición normal un año después. La primera edición sin cortes no se imprimió en Norteamérica sino en 1934 y en Inglaterra, dos años más tarde.
(El forcejeo de Joyce con la censura puritana había comenzado mucha antes. Como recuerda Richard Ellmann en su exigente y rigurosa biografía del autor, la impresión de Gente de Dublín fue adquirida íntegramente por un desconocido que a continuación la quemó. La eterna enemistad del poder con la literatura se cobró numerosas víctimas durante la primera mitad del pasado siglo, no sólo en la Alemania nazi, la Rusia de Stalin y la España de Franco, sino también en los países anglosajones).

Revolución del Ulises
La revolución del Ulises sacudió la novela de su tiempo y como un movimiento sísmico, se extendió por el mundo literario de Europa y Estados Unidos. Sin ir más lejos, la obra de Faulkner, Svevo y Beckett no hubiera sido posible sin ella. En España, su recepción fue mucho más tardía y no se manifestó con provecho hasta Larva, la fascinante y compleja novela de Julián Ríos.
Se ha hablado mucho en nuestros medios del «monólogo interior» joyciano. A mi entender, el término acuñado por la crítica al uso peca de una inexactitud y, consciente de su dudoso estatus, lo he empleado siempre con cierto desasosiego. Antonio Marichalar, nuestro primer estudioso del Ulises, acertó plenamente en su análisis, expuesto en el antecitado prólogo a la traducción del Retrato:
«Si prestamos atención a un soliloquio de esta clase, pronto percibiremos, en un manso fluir de su curso, un nutrido y confuso clamoreo, causado por la pluralidad de voces que se alzan por dondequiera y que, aunque forman una sola, denuncian la existencia de un tupido trenzado de cruces y contactos en apresurada sucesión».
Exacto: en la narración joyciana, como en Faulkner y otros escritores entre los que modestamente yo me incluyo, el supuesto monólogo pasa de una voz a otra sin salir del autor mismo: es el reino de la polifonia, a la escucha de las voces del mundo.
La recepción de Ulises en España en el transcurso de las últimas décadas va ligada estrechamente a la labor crítica y novelesca de Julián Ríos. La bellísima edición del Circulo de Lectores, con dibujos de Eduardo Arroyo, es un espléndido homenaje al humor e inventiva del autor irlandés, homenaje coronado con la publicación de Casa Ulises en
2003. El lector de Joyce tiene el singular privilegio de acompañar al autor de Monstruario y La vida sexual de las palabras en su solitario «viaje al fin de la noche» de Dublin, en el que, pieza por pieza y galería por pasadizo, rehace el laberinto verbal de la Odisea de nuestros tiempos, esa singular Enciclopedia de conocimientos que es la obra de Joyce. *

La exposición Joyce y España, que se inaugura
el 10 de junio, cuenta con la colaboración de la
Fundación Winterthur

Joyce, por ejemplo (págs. 6-7)
Julián Ríos

Dan Zuber, de la Universidad de Nueva York, me informó hace pocos meses que había adoptado el título de un texto mío, «Joyceand Company» [recogido en La vida sexual de las palabras (1991, 2000)], para un libro en preparación sobrelas relaciones -supongo que no siempre amorosas- de escritores de diversas literaturas y épocas con el maestro irlandés.
Me dijo además que desearía hacerme algunas preguntas a su pasopor París, a comienzos de 2004. Propuso que nos encontráramos el martes y 13 de enero en el Hotel Lutétia, donde pasó Joyce sus últimos -y agitados- meses en Paris, de octubre a fines de diciembre de 1939.
En ese hotel del bulevar Raspail vi por última vez a Octavio Paz, un año antes de su muerte, y en aquel encuentro -que epiloga una edición ampliada de nuestro Solo a dos voces- Joyce no dejó de hacer su aparición.
El profesor Zuber tiene la afabilidad y habilidad de un confesor jesuita y junto al cartel de un transatlántico nos embarcamos en una conversación joyceáníca de más de dos horas que a veces tomó rumbos autobiográficos.
Resumo aquellas rememoraciones para contribuir a esta exposición sobre Joyce y España.

Cultura española
O viceversa, seria más exacto, porque Joyce apenas se interesó por la cultura española y nunca puso los pies en nuestro país. Aunque su amigo el tenor irlandés John Sullivan estuvo a punto de convencerlo, hacia 1930, de ir a Barcelona para que le examinara los ojos el doctor Barraquer.
Descubrí a Joyce a los 18 años cuando estudiaba derecho en Madrid, y desde entonces no se ha torcido mi admiración por su obra, acrecentada a cada relectura. Empecé por una traducción de Dubliners, titulada como la francesa Gente de Dublín, y casi sin transición me metí en el laberinto de Ulises, en la versión de J. Salas Subirat de la edición argentina de Santiago Rueda. Aquel verano de 1959, ante las ondas del mar de Vigo, veía el tono «verde moco», escrutaba las crestas del maremagno «escrotogalvanizador» -origen de bromas con un compañero de Facultad apellidado Galván. Y con gran atrevimiento cotejaba o cortejaba más bien algunas páginas con el original inglés en una antología, The Essential James Joyce, preparada por Harry Levin. También conseguí poco después una introduccion a Joyce del mismo Levin, en un librito o breviario del Fondo de Cultura Económica, de 1959, que aún conservo, profusamente acotado y anotado.
Abro ese breviario mexicano y veo que donde Levin afirma que «ningun escritor ha manifestado menos interés que Joyce por la aceptación del público», el jovenzuelo puntilloso que era yo se permitió añadir con lápiz azul a pie de página: «En apariencia, solamente. Al final de la página 160 y principios de la 161 el profesor Levin contradice la afirmación que hace aquí». En efecto, más adelante Levin decía que «Joyce reaccionaba con extraordinaría sensibilidad a la menor muestra de interés por su obra» y también que «ensombreció el último año de su vida la indiferencia con que fue acogido Finnegans Wake».
Aún tardaría algunos años en llegar a ese canto de cisne o de sirenas, al que sólo son insensibles los sordos, y recuerdo muy bien el momento en que pude comprar el mamotreto de todas las tretas, en la librería Buchholz del Paseo de Recoletos (Calvo Sotelo entonces) de Madrid. Era un tarde espléndida (quizá de mayo, y quizá de 1968) y cuando voy a alcanzar el tomo apetecido, me distrajo la visión de los muslos de una chica encaramada en una escalera que estaba ordenando o buscando libros en la estantería. Allá en las alturas el verbo se hizo carne una vez más. Sir Tristram, «violer de amores», no me dejará decir que la carne es triste, aunque haya leído y desleído todos los libros en la novela-río de sus correrías.
Finnegan aún no ha despertado, o yo le sigo soñando, y el gigante sigue ahí, en mi biblioteca terca, lejos del Madrid de mi juventud.
Desgraciadamente aquel ejemplar del Ulises de Rueda no le hace compañía al tomo y lomo de Faber & Faber, pues se me perdió en una de mis mudanzas madrileñas, y aún lo echo de menos. Estaba tan sobado que sus tapas, de un blanco amarillento, adquirieron una pelusa amelocotonada.
Cuando vivía en Londres, a comienzos de los setenta, conseguí por un precio módico un Ulysses de Shakespeare and Company, de 1930, y hace algunos años, cerca de París, por unos cuantos francos, la bellísima primera edición del Ulysse de Gallimard, de 1942.

Mis primeras lecturas
Pero ninguno de estos ejemplares podrá tener el aura de aquel primer Ulises de mis primeras lecturas. Ni tampoco otro Ulises (de Rueda) de repuesto. En 1988 vi en una librería de la calle Corrientes de Buenos Aires la misma edición de Rueda (la segunda, revisada) pero aquel Ulises no era el mío, le faltaba la pátina, la pelusa del uso.
No hay traducción de Ulises perfecta, todas son de un modo u otro complementarias; pero la traducción de José Salas Subirat, notable por su fidelidad rítmica, es la pionera en español y ocupa un lugar aparte. Ha tenido además una importancia histórica en la formación de diversas generaciones de escritores de las dos orillas del Atlántico.
El horror casticista a los términos y expresiones hispanoamericanos llega a veces en España a extremos cómicos.
Cuando se publicó en 1976 la meritoria traducción de Ulises de José María Valverde fue saludada en El País con un artículo en el que se denostaban los argentinismos de la traducción anterior con una jerigonza cheli.
El profesor y critico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, de visita en Madrid, me comentó entonces que el Ulises de Salas Subirat -emprendido por cuenta y riesgo de su traductor en 1937- había sido revisado por Borges, antes de su publicación, en 1945.

Briznas pegadas
El Ulises de Valverde está traducido al español, qué duda cabe, aunque a veces se le pegan briznas de otras traducciones que ha cotejado, por ejemplo del francés, cuando el señor Bloom pasa «flaneando» ante los escaparates de Brown Thomas.
Salas Subirat no tenía demasiados antecedentes en que apoyarse y se ayuda sobre todo con el oído y el sentido del ritmo.
A finales de los ochenta su traducción era casi inencontrable en las librerías españolas y me parecio un acto de justicia, poética ante todo, reeditaría, cuando tuve la idea de una edición ilustrada de Ulises y se la propuse a Eduardo Arroyo y al Círculo de Lectores. Fue una doble aventura, literaria y pictórica, y en más de un sentido una doble traducción.
Al repasar mis propios bosquejos de ilustraciones, viñetas y capitulares, me doy cuenta ahora de cuánto me ayudaron a entrar en el bosque animado de imágenes y enigmas que se entrelazan inextricables en la obra de Joyce como en las pacientes lacerias del libro de Kells.
Ulises ilustrado (1991) se abre y cierra con la invitación: Pasen y lean. Una doble invitación a leer texto e imágenes, que se ilustran mutuamente. Esa suntuosa edición numerada, reservada únicamente a los socios del Círculo de Lectores, no estaba al alcance de todos. Su texto mondo, que es la novela de una novela y un ensayo dialogado, llegó en 2003 a librerías con el titulo de Casa Ulises. Una casa con muchas ventanas, como la casa de la ficción de Henry James, para
multiplicar los puntos de vista.
Cada casa es un mundo y de modo muy particular la de Ulises, a la que siempre se acaba por volver. Hace un año y pico recorrí de nuevo la novela por todas sus salas, para preparar un prólogo a una nueva edición de la traducción de Salas Subirat del Círculo de Lectores.
He procurado siempre acercarme a la obra de Joyce con una actitud creativa, bien en libros de crítica-ficción o en novelas como Amores que atan y Monstruario.
Joyce muestra a las claras y a las oscuras que el escritor escribe, dentro del idioma materno o de elección, en una lengua original que podemos llamar creativa, para diferenciarla de la estereotipada del mero fabricante.

Un camaleón del estilo
Su ejemplo es exigente e incómodo, sobre todo en nuestra era de fabricación de novelas en serie, y además no ofrece pautas. No tiene estilo, un solo estilo, es un camaleón capaz de adoptarlos todos.
Por otro lado, no inicia ni da fin a nada, con él todo se continúa, en una narración nueva contigua a la antigua, dentro de una larga tradición que entronca con Rabelais, Cervantes y Sterne.
Su afición a los juegos de palabras, por ejemplo, es un rasgo familiar, que lo emparenta con otros escritores de una familia lejana a veces. Tenía conciencia de que no hay prosa sin espinas y deja que su majestad el lector escoja entre el clavel en clave y el nombre de la rosa que no es una rosa.
Eso, paradójicamente, no deja de irritar en el país de Góngora y Quevedo, donde el faulknerianísmo más pegadizo y retórico y se olvida la devoción de Faulkner por Joyce- o el San Bernhard de púlpito y sermonario hacían furor y mucho ruido.
Estuve en Dublín en el Bloomsday de 1982, año del centenario del nacimiento de Joyce; pero no peregrinaré a Dublín en el centenario del día de Bloom. el 16 de junio de 2004.
Un amigo irlandés me advierte que se servirán más de 10.000 desayunos con sus correspondientes riñones de cerdo más o menos chamuscados en O’Connell Street y esa calle, desde la fuente de Ana Livia hasta el Liffey, estará aromatizada por efluvios de orines de Erín. Supongo que los numerosos turistas y joycelebrantes de nuevo cuño completarán el olor local.
El gran poeta brasileño Haroldo de Campos, muerto el pasado agosto, que fue el mes más cruel, me contó hace mucho que cuando celebraba el día de Bloom, en un pub de Dublin, vio de pronto junto al claroscuro de la puerta encristalada la silueta sutil e inconfundible de Joyce. ¿Otro figurante? No dejó de hacer, supongo que con mano temblorosa, una foto. Al revelar el carrete, su sorpresa fue que sólo el cliché del espectral Joyce estaba velado.
Joyce sólo creía en el esprit de l’escalier, como es notorio, pero dejó una famosa definición del fantasma en Ulises: «¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres».

Visión quevedesca
El cambio de costumbres ?como bien sabían nuestros pícaros clásicos es lo más dificil.
He tenido una visión o previsión quevedesca del Dublín del Bloomsday centenario, por el que va y viene un desconocido sesentón de bigote y chaqueta de tweed faulknerianos, que no cesa de repetir entre dientes. «Me lo temía, me lo temía…», entre los enjambres de variopintos turistas y fans disfrazados de mollies, blooms, mulligans, boylans…
Al final del día, en un pub demasiado ruidoso, lo acaba reconociendo un viejo profesor de su misma nacionalidad, que explica a gritos a los circunstantes que se trata de un novelista que allá por 1971 había aprovechado la ocasión de escribir un prólogo, a una sesuda obra sobre el Ulises, para proclamar que se divorciaba de Joyce. El pobre no sabía que Joyce no se casa con nadie, a no ser con Nora, y eso bastante tarde.
El viejo profesor también explicaba que el novelista aquél, tan cariacontecido, al que no conocían ni siquiera en efigie ninguno de los turistas allí presentes, de múltiples nacionalidades, se había permitido pronosticar en aquel prolijo prólogo, largo me lo fiáis, que el 16 de junio de 2004 James Joyce estaría definitivamente arrinconado.

Julián Ríos es escritor. Entre sus
obras destaca Larva.

Fotografía de dama (pág. 8)

Eduardo Chamorro

AL cabo de un buen número de triangulaciones, paralajes, metempsicosis y pesquisas acerca del eterno retorno del espectro de Hamlet, y del hijo de Hamlet y del abuelo de Hamlet y de su nieto, como candidatos a la más precisa e improbable identidad del fantasma que clama desde su lecho traicionado y corrompido, Leopold Bloom y Stephen Dedalus dan, finalmente, el uno con el otro en el burdel de Bella Cohen -donde nadie es quien es y cualquiera puede ser quien
siempre quiso o no quiso ser, o lo que pretendía olvidar sin conseguirlo o lo que olvidó a pesar de las promesas de una memoria inconclusa , del que salen en condiciones perfectamente lamentables.
Stephen Dedalus está borracho y maltrecho porque un soldado británico le ha dejado sin resuello con un golpe bien dado, y Leopold Bloom apenas acierta a ver otra cosa que el fantasma de su hijo muerto a través de unas alucinaciones que le han dejado hecho un trapo. Puestos al acopio de sus fuerzas en un refugio de cocheros abstemios donde el delirio se acoge a la cordura como extravagancia de sí misma y círculo vicioso de todo el frenesí al que puede conducir la templanza, Bloom da en la idea de que Dedalus abandone la errancia de su arrogante golfemia y se acoja al amparo del hogar que le ofrece a cambio de enseñar italiano a su esposa, cantante ocasional de formas opulentas «cuya presencia en el escenario era, francamente, un verdadero deleite». De ahí que le muestre una fotografía de la dama: Marion, Molly, Bloom, Santa Marion Calpensis en la letanía del capítulo XII, porque nació en Gibraltar, hija de Brian Cooper Tweedy, irlandés bigotudo, oficial instructor de los Royal Dublin Fusiliers, y de la judía española Lunita Laredo, el mismo año en que el Principe de Gales visitó Gibraltar y plantó un árbol, «podría haberme plantado a mí también si hubiera llegado un poco antes».
«-Podría», le aclara Bloom a Dedalus, «reivindicar su nacionalidad española silo quisiera. [...] Tiene el tipo español. Muy trigueña, una verdadera morena, de cabellera negra. Yo, por lo menos, creo que el clima explica el carácter. [...] Está en la sangre. Todos se bañan en la sangre del soL [...] Naturalezas que no hacen las cosas a medias, en ese Mediodía apasionado en el que toda decencia es arrojada al viento».
Dedalus ve en la fotografía «una dama abundante, de encantos carnales ampliamente evidenciados, su madurez femenina en plena efervescencia y en un traje de noche ostentosamente escotado con el evidente objeto de ofrecer una liberal visión de los senos; sus carnosos labios entreabiertos y algunos dientes perfectos, de pie con estudiada pose cerca de un piano en el cual se veía la música de la balada In old Madrid. [...] Sus ojos (los de la dama) grandes y oscuros, miraban a Stephen, a punto de sonreír por algo digno de admirar».

Último capítulo
Pero Leopoid Bloom miente. Aunque puede que no. Es un estupendo artífice de situaciones e inventor de verdades privadas que, a veces, le juegan malas pasadas. El caso es que esa foto no es de Molly, tal cual explica la dama en cuanto Joyce le concede todo el último capítulo de la novela para que se explaye.
«Yo me parezco un poco a esa puta española de la fotografia que él tiene». Lo que no quiere decir que deje de estar orguliosa de su boca, de sus dientes, de sus ojos y de su silueta, «la de mi madre». También lo está de su amante, organizador de giras para cantar por provincias. «Que vean si pueden elegir a cualquiera como Boylan para que lo haga 405 veces en un abrazo». Molly se refiere a cuantas mujeres entiende como rivales, que son prácticamente todas, empezando por «la cochina de Mary Riordan» -detrás de cuyo trasero pilló un día a Leopold, que justificó su pasión eventual por la criada mencionando que acababa de darse un atracón de ostras- y terminando por la también cantante «Kathleen Kearney y su hato de chillonas Señorita Esto Señorita Aquello una sarta de gorriones pedorros pajaroneando por ahí hablando de política saben tanto de eso como mi culo harían cualquier cosa por parecer interesantes de algún modo bellezas made in Irlanda. [...] No tienen pasión que Dios las ayude pobres cabezas de chorlito yo sabia más de los hombres y de la vida cuando tenía 15 años de lo que todas ellas van a saber a los 50».
Molly no tiene pelos en la lengua. Al fin y al cabo, está sola, a punto de menstruar en la cama de la que no se ha movido en todo el santo día, y sólo piensa en ella aunque parezca pensar en otra cosa, porque Molly sujeta todo a ella. Es la Penélope que aguarda a Ulises, y es Gea, la Tierra, de cuya gravitación dependen todas las cosas por mucho que se muevan y hagan aspavientos y parezcan ir cada una por su lado. Molly siente todo lo que pasa a su alrededor Y si algo no pasa, lo imagina para hacerlo objeto de su desdén o su deseo. El mundo gira en su cabeza y bulle en su entrepierna. «Mi agujero me pica siempre que pienso en él siento que quiero siento una especie de viento por dentro». Tiene treinta y dos años -según ella , un hijo muerto, una hija adolescente que estudia fotografía y un marido que siempre la sorprende, la fascina, la hastía o la encanta con «esa tremenda cosa roja grandota que tiene. [...] Como hierro o alguna especie de barra de hierro gruesa que se mantiene tiesa todo el rato ha de haber comido ostras». Le gustaría «probar con un negro», hacérselo con «un carbonero sí con un obispo sí», con un jovencito al que «confundiría si estuviera un poco a solas con él».
Da por supuesto que todo hombre que pasa a su lado querría hacérselo con ella, y cuenta con un elocuente catálogo de pruebas en ese sentido. Los hombres «están locos por entrar allí de donde han salido», «una llegaría a creer que nunca alcanzan a meterse lo suficientemente dentro», sí bien «son todo botones todos puestos para estorbar». Perdió la virginidad a los quince años, en Gibraltar y todos cuantos precedieron a su marido han muerto en el mar o en las guerras del Imperio o han desaparecido. «Lo menos que pueden hacer es estrechar una o dos veces a una mujer mientras puedan antes de ir a ahogarse o a reventar en algún sitio».

El mundo es transparente
El mundo es transparente para Molly Bloom, que lo modifica y ordena tan a su antojo como para pensar que esa misma fotografía hubiera quedado mejor de «habérmela hecho vistiendo una túnica que nunca pasa de moda sin embargo parezco joven me extraña que no se la haya regalado junto conmigo también».
Molly habría llenado su casa de «flores de todas las formas y perfumes y colores» para ese invitado de su marido, Leopold Bloom (Flor), del que imagina, supone y espía todos los pasos, incluidos los que al final de ese jueves, 16 de junio de 1904-le llevan sigilosos hacía la cama «tintineante» que guarda la huella de quien la ocupó en su ausencia. Un rastro del que Bloom será perfectamente consciente al adherirse a «su abundante carne camacalentada». La carne de su esposa que lo acogerá en ese fmal de la novela y de la noche, al igual que aquel primer día en que «lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis senos todo perfume si y su corazón golpeaba como loco y sí yo dije quiero sí».

Eduardo Chamorro es escritor Ha traducido una de las ediciones del Ulises de Joyce.

Revista del domingo, 6/VI/04, págs. 12-13

Bloomsday cumple cien años
Juan José Téllez

Todo el día será Bloomsday. A lo largo de la jornada del 16dejunio de 1904 transcurre la acción del Ulises, de James Joyce, una de las obras maestras de la literatura del siglo XX, en la que abundan alusiones frecuentes a Andalucía y a Gibraltar. Un siglo después ya lo largo de la presente semana se inician unas jornadas conmemorativas del centenario de dicha acción ficticia, y que tendrán como sede a La Casa de la Provincia, en Sevilla, de la mano de Juan Antonio Maesso, un escritor que lleva cinco años intentando que los andaluces se sumen a la veneración mundial que suscita el escritor irlandés y algunos de sus personajes: “Se me ocurrió celebrar el Bloomsday en Andalucía porque me gusta lo imposible”, afirma Maesso, autor de una reciente novela titulada El lenguaje del agua, al tiempo que a estas alturas de su vida puede jurar que ha leído el Ulises al 95 por ciento. “Hay una comparación muy clara entre Sevilla y Dublin. Ambas fornican con dos ríos”.
Antonio Rivero, director de la Casa del Libro, pretende que Sevilla se convierta en la quinta provincia de Irlanda durante esta prolongada conmemoración del Bloomsday, que comienza mañana lunes promovida por la Diputación, con un panel de colaboradores que incluye desde la Caja San Fernando al pub Flaherty, entre muchas otras entidades públicas o privadas. Maesso lleva cinco años organizando encuentros en torno al Ulises en la capital de Andalucía, una región que Joyce no conoció jamás, a pesar de reflejarla en sus escritos: “Su visión de Andalucía me parece espléndida. A lo mejor si la hubiera conocido no hubiera dado ninguna opinión o nos hubiera puesto tan verdes como a Irlanda, a la que definía como la metáfora de la parálisis. Tampoco Kafka fue a América y escribió América. Yo creo que Gibraltar y Andalucía fueron, simplemente, circunstancias que Joyce aprovechó para darle una madre sefardí a Molly Bloom”.
“Molly Bloom es una representación de lo terrenal, del amor, de lo positivo”, distingue el pintor y escritor Rafael García Valdivia, desde Algeciras. “Leopold, su marido, es un elucubrador, que está con la cabeza en las nubes, inventando negocios, elucubrando sobre cuestiones filosóficas o morales y ella es carnal, próxima a la realidad cotidiana.
A través del personaje de Molly Bloom hay referencias a Gibraltar y a su Campo. “Las principales alusiones a la zona-apunta García Valdivia- figuran fundamentalmente en el monólogo final, de Moily, en su cama, donde de madrugada va recordando su infancia juventud, sus primeros amores con militares gibraltareños, y rememora vecinos del Peñón de apellidos que, efectivamente, he comprobado que existen en Gibraltar. Joyce se documentó muybien sobre el tema”. Hay, en efecto, algunos guiños gibraltareños a lo largo de toda la novela -por ejemplo, la villa Gibraltar, relativamente cerca de la casa Bloomfield, en Crunlikn, heronía de Upercross-, pero el nudo que relaciona al Ulises con Gibraltar radica en el monólogo final de este largo texto, protagonizado por Molly Bloom, cuando los truenos le hacían creer “que el cielo se venía abajo para castigarnos cuando me santigúé y dije un avemaría como esas espantosas descargas eléctricas en Gibraltar”.
“…La primera vez que vila caballería española en La Roque era hermoso después mirar a través de la bahía desde Algeciras todas las luces del peñón como luciérnagas”. La Roque es, en realidad, San Roque, el municipio que fue fundado a partir de la conquista inglesa de Gibraltar, en 1704, este verano hará trescientos años. La historia está continuamente presente en el parlamento de Molly Bloom, quien recuerda que la Union Jack ondeaba sobre todos los carabineros españoles porque cuatro marinos ingleses borrachos les quitaron el peñón. Molly también apunta que S.A.R. el príncipe de Gales estaba en Gibraltar “el año en que yo nací”. “…Después de mi primer sueño pensé que iba a ponerse como en Gibraltar mi Dios el calor que hacía allí antes de que viniera el viento de levante negro como la noche y la silueta del peñón alzándose como un gigante en comparación con la Montaña de las Tres Rocas…”.
La Montaña de las Tres Rocas radica al sur de Dublín y, según apunta Eduardo Arroyo, autor de una excelente versión del Ulises, para Planeta, su cumbre resulta “ligeramente más alta que el Peñón, aunque menos impresionante”. Pero el monólogo de Molly Bloom también constituye un monumento a la nostalgia. “Daríamos cualquier cosa por estar de nuevo en Gib y oírte cantar En el Viejo Madrid…”. Por las páginas del Ulises desfilan señoritas que sirven el té, sacerdotes de la Catedral, las cuevas de San Miguel, Tánger al fondo, la Caleta -también llamada la Bahía de los Catalanes, aunque sus marineros fueran genoveses-, el barco de Algeciras o el ambiente de la Alameda.
Joyce cuidó el rigor histórico para retratar aquella tierra que no visitó nunca. Por ejemplo, es absolutamente cierto que el 79th Queen’s Own Cameron Higlanders estuvo de guarnición en Gibraltar entre junio de 1879 y agosto de 1882, cuando sus tropas fueron relevadas por el lst East Surreys. En sus páginas, aparecen industriales existentes en esa época, como los panaderos Mordekai y Samuel Benadi. También se habla de los Escorpiones, pero no se refiere despectivamente a los gibraltareños, como ocurriese posteriormente, sino que alude, en ese caso, a los españoles nacidos en Gibraltar y a los que la jerga militar motejaba de esa forma. “Leopold aún guarda un libro que debe devolver a la Garrison Library, la biblioteca pública del Peñón, que aún sigue en servicio”, recuerda Dominique Searle, director de The Gibraltar Chronicle, el centenario rotativo que también aparece en las páginas de Ulises. Hoy es un diario pero, en aquella época, era un semanario que aparecía los sábados. Con motivo del bicentenario del periódico, el periodista y escultor John Serle erigió una escultura que representa a Molly Blooom en los jardines de la Alameda de Gibraltar, otro de los topónimos locales que aparecen en el libro. Con ese mismo pretexto, un grupo inglés, Firbreaga, voló hasta la Roca para representar el célebre monólogo que cierra las kilométricas páginas de la novela.
“Aquella representación fue mágica -rememora el escritor gibraltareño Trino Cruz-. Pero no se ha vuelto a repetir. Aquel acontecimiento pasó, fue histórico, pero ya está. No existe una inquietud popular a la hora de reivindicar el Ulises para Gibraltar. Aquí, sólo un puñado de gente conoce esta obra. Ni se valora ni se tiene en consideración. Claro que, también en el Peñón y como en otros lugares, los artistas e intelectuales le tienen veneración al Ulises. Los Searle, por ejemplo, Dominique y John. O John Dalmedo, una persona que cada vez que sale el tema, se le ve apasionado por los textos del Ulises que se refieren a Gibraltar. Aparte de eso, nadie se expresa públicamente al respecto ni hay un reconocimiento cultural. Jamás ha habido una exposición conmemorativa que yo recuerde, ni el Gobierno ha hecho hincapié en esa referencia. No pasa desapercibido del todo, pero concierne a muy poca gente. No tiene mayor interés para el común del vecindario, a pesar de que Gibraltar podría entrar plenamente en el circuito internacional del Ulises”.
A Trino Cruz siempre le sorprendió que Joyce no hubiera pisado nunca los alrededores de esa controvertida Roca caliza: “Sobre todo, me sorprende después de leer sus textos. Siento cierta desconfianza respecto a la versión oficial que insiste en que Joyce nunca vivió en directo la realidad gibraltareña que describió a la perfección”.
A este lado de la Verja, otro escritor, el gaditano José Manuel Benítez Ariza, se ha aproximado en alguna ocasión a las páginas del Ulises. Años atrás, exploraba en un articulo precisamente las referencias gibraltareñas que aparecen en dicha obra: “Y lo cierto es que son muy exactas. Lo asombroso es que no hubiera estado en Gibraltar cuando escribió eso, sino que lo hizo documentándose. Uno confronta todo lo que pone ahí con el lugar y es todo exacto. Es una idea un tanto inglesa de lo que es el mediterráneo, el sur de España, con algún tópico, pero la estampa es bastante flel a la realidad”.
A su juicio, el monólogo final de Molly Bloom vendría a ser “una novela dentro de esa otra novela que es el Ulises”. “Esa excursión fascinante por la fantasía de una mujer da una impresión completa de lo que es su vida, desde su juventud y adolescencia en Gibraltar, hasta las relaciones que tiene con su marido, con su amante”.
Pero no sólo Sevilla se sumará, en Andalucía, al Centenario del Bloomsday. A mediados de abril, en Almería, tuvo lugar la decimoquinta edición de los Encuentros de la Asociación Española James Joyce, cuyo presidente es Francisco García Tortosa, catedrático de Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla: “Hay muchísimas alusiones a Gibraltar, pero es verdad que los gibraltareños no han hecho prácticamente nada con respecto a este tema. En el 94 presentaron a los asistentes al congreso que hicimos en Sevilla y que nos trasladamos hasta allá un vídeo que recogía los lugares por los que, según la novela, anduvo. No me gustó nada el video, con técnicas futuristas pero que, en realidad, decía muy poco. Es lo único que he conocido que han hecho los gibraltareños respecto a Joyce, además de dedicar una estatua a Molly Bloom”.
El próximo día 10, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, abrirá una exposición sobre material inédito en torno a Joyce: “Por ejemplo, hay varias cartas de Joyce a Marichalar, al tío abuelo del Duque de Lugo, Jaime de Marichalar. Cosa curiosa es que le escribía en francés. Algunas las tengo yo fotocopiadas. Digo que es curioso porque Marichalar era de los pocos que hablaban muy bien inglés en su época y fue de los primeros que habló de Joyce en España”.
Con motivo de esa muestra, aparecerá un libro con diferentes colaboraciones respecto a este asunto, que reúne firmas como las de Juan Goytisolo y el propio García Tortosa, quien explora las relaciones de Joyce con España: “Entre las fuentes que utilizó Joyce estaba el directorio de Gibraltar, que no era una simple lista telefónica, sino que aparecían los nombres de los habitantes, su profesión, el nombre de las calles y una especie de guía turística o callejero. En ese directorio se hablaba de la Alameda, de la Bahía de los Catalanes, de Punta Europa yíos monos. También utilizó un libro de viajes de un norteamericano, Henry Field. Luego, esto no se había dicho, es que también leyó, y tengo pruebas, a Richard Ford, su célebre guía de viajeros y de lectores en casa. Y también estoy convencido que leyó La Biblia en España, de Borrow. En el capítulo 16 del Ulises, Bloom está hablando con Stephen y le dice algo así como que mi mujer nació en Gibraltar prácticamente es española y si quisiera podía tomar la nacionalidad española, eso lo toma de Richard Ford, que dice que los gibraltareños pueden asumir la nacionalidad y que el rey de España lo menciona entre sus títulos. También decía que los alcaldes de San Roque, mencionan a Gibraltar entre sus títulos”.
“Phillip P. Herring, que escribió un libro sobre el tema, dedicó tiempo y estuvo en Gibraltar, terminó convencido que la madre de Molly Bloom, Lunita Laredo, era judía gibraltareña. Mi opinión es que no era judía y que era española. Me baso también en Richard Ford, que dice que para los de la Bahía de Algeciras entraran en Gibraltar necesitaban un salvoconducto de la policía y de la persona que les empleara y no podían estar más de dos semanas continuadas. Había una excepción y es que los oficiales británicos podían invitar a alguien para permanecer varios meses en Gibraltar. Normalmente empleaban ese recurso con señoritas españolas. Mi opinión es que Lunita era una de estas señoritas españolas que invitó el padre de MollyBloom. Luego, como ocurría a veces, esa mujer se quedó embarazada, tuvo una niña y el bulto se lo dejó al padre. Si hubiera sido judía, que podía perfectamente haberlo sido, la comunidad sefardí tampoco habría dejado de su mano y de su protección a una hija nacida de judía. Por la ley hebraica, los hijos de madre judía son judíos. Los del padre, vaya usted a saber. El nombre de Laredo, en la comunidad judía sefardí de Tánger, era relativamente frecuente, pero mi argumento estriba en que tampoco es infrecuente entre cristianos peninsulares. En Sevilla, hay varios. Yo me dediqué un día a llamar por teléfono a todos los Laredo. Ninguno de ellos, de los que yo pude hablar, reconoce una ascendencia judía”.
García Tortosa dirige desde 1988 el grupo de investigación HUM 201, que se denomina James Joyce. Evolución narrativa y sus repercusiones, al tiempo que funda, en 1995, la publicación internacional Papers on Joyce. Javier Quintana, otro de los especialistas en la obra de Joyce, no olvida señalar las lagunas que reinan sobre la obra de Joyce, como ocurre por ejemplo a los errores y anacronismos sobre el mundo taurino en los que incurre al describir una corrida de toros en La Línea de la Concepción.
Censurados algunos de sus poemas por el franquismo, García Tortosa asegura que no existe evidencia alguna de que Joyce visitara Madrid, tal y como pretenden algunos. Y, por supuesto, ningún otro lugar de España. Ni Gibraltar, tampoco.
“Aunque el diario Arriba aseguró tras su muerte en 1941, en un ejemplar del mes de enero, que James Joyce habría vivido en Madrid hacia 1917, lo cierto es que no fue así. Se lo inventaron. Porque incluso llegaron a decir donde vivió, en la calle Mayor, pero no consta en ningún lugar que el autor del Ulises haya estado en nuestro país. Sí se sabe que mantuvo correspondencia con Dámaso Alonso, que coincidió en Paris con Torrente Ballester, o que la famosa caricatura de la interrogación representando a Joyce fue obra del caricaturista y pintor santanderino César Jenaro Abin”, concluye García Tortosa.

Dublín ya no es lo que era
La capital dublinesa ya no es aquella ciudad querida y sucia que describiera Joyce, con su río Liffey poblado de gaviotas. Ni hay ya tranvías, ni ataúdes flotantes llevando hasta América a los fugitivos del hambre de la patata. Desde donde estuvo la redacción del Daily Telegraph, en Middle Abbey Street, a Kildare Street, frente a la Biblioteca Nacional, si seguimos el curso del Ulises, Dublín discurre desde la calle O’Connell al bullicioso O’Connell, al otro lado del río, entre bocadillos de gorgonzola en el pub de Davy Byrne, en Duke Street, a las pintas de cerveza en el Hotel Ormond, donde Bloom fue tentado en el capitulo de las sirenas. La singladura de este nuevo Odiseo transcurría entre placas conmemorativas, estatuas realistas y una amplia oferta de actividades, que, por aquello del centenario, esta vez incluye exposiciones, representaciones teatrales y actuaciones musicales. Pero ya ha lugares irrecuperables. Como la ficticia casade Leopold Bloom, aquel hijo de unjudío húngaro y de una católica irlandesa, un melómano de 38 años de edad, que disfruta leyendo y fantaseando sobre inventos y cuestiones más o menos científicas. Se supone que el ficticio inmueble radicó en el número 7 de Eccíes Street, que ya no existe, o el barrio chino de luces rojas (Nighttown), que también pasó a mejor vida en la geografia urbana dublinesa.
La conmemoración del Bloomsday data desde 1954 y, hoy por hoy, se celebra desde Brasil a San Francisco, desde Sydney a Buffalo, desde Trieste a París. En estas últimas ciudades, transcurrió parte del exilio de Joyce. Roma y Zurich fueron otros de sus confines de destierro. El Festival Internacional sobre el Bloomsday su denomnación oficial es el Rejoyce Dublín 2004 Bloomsday se inició el pasado 1 de abril y proseguirá hasta el 31 de agosto, pero Dublín no será el único escenario escogido por los seguidores de Joyce para conmemora esta novela, que tendrá eco desde Lauderdale a las antípodas, en Melbourne, pasando por España, en donde ya han tenido lugar, este año, las primeras celebraciones, que pasarán por Gerona, La Coruña, País Vasco o en la Costa del Sol.

El esquema de Ulises según Leopold Bloom

Leer (Junio 2004): 68-70
Centenario del Bloomsday.

Eduardo Chamorro
Ulises es una novela de argumento tan diluido y poroso como el paso del tiempo o como el inasible argumento de ese paso. Fue escrita en una época en la que, con el espacio al alcance de la mano del hombre, y más o menos cerrado en la concepción de su dimensión y en las perspectivas para pensarlo, se entró a considerar el tiempo como si fuera el escenario en el que tienen lugar los espacios y se cuentan las cosas que en ellos se suceden, se tocan, mezclan y alteran para separarse transformadas o como si no hubiera pasado cosa alguna, salvo ese tiempo diluido, poroso e inasible que son las cosas mientras son y duran.
Joyce planteó su novela como una encrucijada en la que todo se mueve, nada quiere ser la misma y única cosa y nadie es quien es sino todos los que antes fueron, todos los que son y cuantos serán sea donde sea y como sea que sean. Ulises es, entre toda la galería de sus posibilidades, el ferviente chisporroteo de la volatina con la que el trapecista salta del Yo soy el que soy de las Sagradas Escrituras al Yo soy cualquiera que diga o haya dicho Yo de la escritura profana que viene a ser toda la Literatura buena o mala, publicada, inédita o, simplemente, soñada.
No es un pensamiento nuevo ni una imaginación original. Está presente en buena parte del pensamiento neoplatónico y de la inteligencia pública, privada y clandestina del Renacimiento, así como en la llamada filosofía oculta de los isabelinos, en el planteamiento y las interpretaciones de los misticismos de Oriente y Occidente, y en todo el suntuoso despliegue de la teosofía. Joyce decidió sujetar tan poliédrico panorama de especulaciones a un relato o discurso o parloteo que comienza a las ocho de la mañana con la palabra Imponente y termina a una hora indeterminada de la noche con la palabra Sí.
Imponente es el rollizo Buck Mulligan que se afeita en ese principio como si oficiara en lo alto de la torre Martelo que comparte con Stephen Dedalus. Introibo ad altare Dei es el primer parlamento de esta novela. A esa misma hora, Leopold Bloom prepara su desayuno, el de su esposa, Molly, y, de paso, el de la gata. Luego se aliviará el vientre leyendo el periódico e imaginando relatos antes de emprender un día de trabajo sumamente dudoso, porque lo que en realidad hace Leopold Bloom es zascandilear, haraganear, fisgonear y mecerse en el vaivén de las corrientes que arrastran su conciencia.
Buck Mulligan es un personaje secundario, como también lo es Stephen Dedalus e incluso el propio Leopold Bloom, el Ulises errante en el Dublín y la Irlanda a la que llegaron los antiguos Pueblos del Mar convertidos en celtas, es decir, en pura leyenda, en ese material del que the dreams are made of. Molly Bloom es el único personaje que no es secundario en este universo de eternos comparsas. Ella es Penélope y Gea. Ella no se mueve de la cama. Ella es ardiente, perspicaz y tenuemente puta-como lo somos todos, más o menos. Es judía y nació en Gibraltar, hija de la española Lunita Laredo (lo que demuestra que Joyce sabía escoger los nombres, las palabras y los sonidos, también en aquellas lenguas que no dominaba.
Así comienza a quel 16 de junio de 1904 cuya peripecia transcurre “acogida y rechazada” no por el mismo cielo al que se refería Shakespeare, sino por cuantos dublineses irlandeses, creyentes y no creyentes, mártires y golfos, santos y canallas, analfabetos y lectores asisten al drama o lo atraviesan conscientemente y casi siempre de una manera casual, pues esta novela es, también, una enciclopedia de casualidades.
Del Ulises de Joyce se ha dicho que es un relato costumbrista, y no hay dónde ni por qué negarlo. También se ha dicho que es una epopeya contemporánea en la que se presenta el arquetipo del antihéroe-del siglo XX, un personaje merodeador de anonimatos, con todos los atributos del camaleón y las propiedades del caleidoscopio imprescindible para el instinto de supervivencia adecuado a las circunstancias de su época,: con el espíritu tan atribulado como es usual en cualquier tiempo y lugar, y la moral tan dispuesta al sarcasmo y al disfraz como convenga a su salud psicológica, más bien mermada.
El antihéroe no es la contrafigura del héroe porque le falta valor, coraje, iniciativa y astucias (cualidades que habitualmente le sobran), sino porque está enfermo, circunstancia que le obliga a colocar todos sus vicios y virtudes en las dosis más idóneas a las condiciones de presión y temperatura en que se desenvuelve su vida. El héroe es siempre un ejemplo de salud, de una salud cuya pérdida se hizo evidente en cuanto el romanticismo decidió pasear la melancolía de su disimulo por la penumbra de las ruinas y los camposantos. El fantasma es un muerto saludable. El vampiro es una insalubridad erótica y con alas, prendida a la metamorfosis de su cuerpo y a la metempsicosis de su alma.
El vampiro es uno de los personajes más sigilosos del Ulises. Es una flecha que atraviesa el tiempo y el espacio, que espía, se introduce y chupa, que cambia de forma y mantiene su sustancia en la rueda infinita y eterna de las transmigraciones, tan adherido a la sombra como enemigo de la luz. Es la imagen de una religión pagana y salvaje que no formula salvación alguna porque es la consagración de una condena: la de la Vida-en-la-Muer-te y la de la Muerte-en-la-Vida. Su imaginación se nutre de una línea seminal biológicamente eterna inscrita en lo que hay en el último ser vivo del semen del primer varón que procreó. Es lo que hay de vida en una eterna acumulación de muerte a lo largo del Tiempo, de ese tiempo que es lo que pasa cuando lo que pasa es la vida.
Joyce es un arquetipo de ese vampiro entendido como formulación del novelista que absorbe la vida de los demás para poner por escrito la propia o la de quien le venga en gana. No es un ser poseído sino posesor. Una afirmación tan tajante como para desconcertar a Leopold Bloom al oírsela a Stephen Dedalus. Ambos acaban de salir del burdel en el que la Circe homérica de Dublín ha lanzado sobre ellos toda la malla de sus alucinaciones. Dedalus está borracho y bajo los efectos del mamporro que le acaba de arrear un soldado británico, y Bloom padece aún las sacudidas de una tensión sexual angustiosa y maltrecha. Para Bloom, marginado e insultado como judío por un energúmeno del que tuvo que huir a bordo de un carruaje, Dedalus representa el esfuerzo intelectual entregado a la causa de una Irlanda renovada y plena. Pero Dedalus no lo ve así.
“-Yo sospecho -le interrumpió Stephen- que Irlanda debe de ser importante porque me pertenece.
-¿Qué es lo que le pertenece? -inquirió el señor Bloom inclinándose, imaginando que quizá había entendido mal. Discúlpeme. Desgraciadamente, no he oído la última parte. ¿Qué ha sido lo que usted…?
Evidentemente molesto, Stephen empujó a un lado su taza de café o de lo que se quiera y agregó con escasa cortesía:
-No podemos cambiar de país. Cambiemos de tema.
En esta novela se cambia de tema constantemente, como no podía ser menos en un relato que busca ser la crónica de una errancia entre un desarraigo y otro, entre las múltiples encrucijadas cotidianas del desamparo y del fracaso. Bloom es el hijo de un judío húngaro establecido en Inglaterra, donde se suicidó, y el padre de un hijo muerto. Dedalus es el afilado y educadísimo discípulo de los jesuítas que fue incapaz de rezar ante el lecho de muerte de su madre, que se lo imploraba.
Dedalus es un Telémaco renuente, astuto, orgulloso y rebosante de arrogancia. No quiere regresar a Itaca. Lo que quiere es recibirla en sus brazos como artífice de la “increada conciencia de mi raza”. Bloom acaricia el proyecto de ofrecerle cobijo a cambio de que enseñe italiano a su esposa, a esa Penélope que teje amoríos sin moverse del lecho. Dedalus declina la oferta y Bloom se queda sólo en su casa, donde pasa revista al Universo mientras rememora los acontecimientos del día, la peripecia de esta novela llamada Ulises.
Joyce ofreció un primer esquema argumental a Cario Linati en 1920, y envió otro, un año después, a Jacques Benoist-Méchin, que fue el publicado por Stuart Gilbert en 1931. Pero hay un tercero que, en realidad, es el primero o más inmediato, pues es el que se hace de sí mismo Bloom a una hora incierta de la madrugada del viernes, 17 de junio de 1904:
“La preparación del desayuno (ofrenda quemada), congestión intestinal y premeditada defecación (sanctasanctórum); el baño (rito de San Juan); el entierro (rito de Samuel); el anuncio de Alexander Keyes (Urin yThummin); el almuerzo insustancial (rito de Melquisedec); la visita al museo y a la biblioteca nacional (lugar santo); la cacería del libro a lo largo de Bedford Row, Merchants Aren, Wellington Quay (Simclath Torah); la música en el Ormond Hotel (Shira Shirim); el altercado con el truculento troglodita en el local de Bernard Kiernan (holocausto); un período de tiempo en blanco incluyendo un paseo en coche, una visita a una casa de duelo, una despedida (desierto); el erotismo producido por un exhibicionismo femenino (rito de Onán); el parto laborioso de la señora Mina Purefoy (elevación de la ofrenda); la visita a la casa de vicio de la señora Bella Cohén, 82 Tyrone Street, Lower, y el subsiguiente alboroto y reyerta en defensa propia en Bea-ver Street (Armageddon); la deambulación nocturna hacia y desde el refugio de los cocheros, Butt Bridge (expiación)”.
Todo eso es lo que le ocurre a Bloom a lo largo del día según el modo que tiene de entenderlo antes de regresar a la Itaca del lecho matrimonial en el que sus miembros, al extenderse, encuentran: “Blanca ropa limpia recién cambiada, olores adicionales; la presencia de una forma humana, femenina, la de ella; la huella de una forma humana, masculina, no la de él.”
Semejante resumen, planteado como una procesión de rituales, como el esquema de una liturgia, es lógico en una novela que, acusada de pornográfica y blasfema, censurada y perseguida, es, sin embargo, el cabal testimonio de un hombre tan juguetón y travieso con las creencias religiosas como atrapado en el misterio religioso, sea éste, el misterio religioso, descrito por Shakespeare, por el narrador de las Sagradas Escrituras o por el no menos elusivo de Las Mil Noches y Una Noche.
Leopold Bloom es la carne, la sangre y los huesos del más auténtico y desconcertado despiste. Su alma, reencarnada o no; su espíritu, en transmigración o donde quiera que se encuentre, son la materia o el viento de un peregrinaje tan encadenado a la carne como a las pesquisas en torno a cuestiones implanteables.
Pregunta: “¿Qué autoevidente enigma meditado con inconexa constancia durante 30 años, al producirse la oscuridad natural por la extinción de la luz artificial, percibió Bloom silenciosamente?”.
Respuesta: “¿Dónde estaba Moisés cuando se apagó la vela?”
Y, más adelante:
Pregunta: “¿Con quién ha viajado Bloom?”
Respuesta:. “Simbab el Sarino y Mimbad el Marino yTimbad el Tarino y Jimbad el Jarino y Whimbad el Wharino y Nimbad el Narino y Fimbad el Panno y Bimbad el Barino y Pimbad el Parino y Rimbad el Rarino… Oscuridad el Luciferino”
Es la melopea previa a la de Molly Bloom en su lecho inmóvil. Y es, también, la más propia de un tránsfuga de las definiciones del alma, de sus premios o castigos y de la moneda en que se reciban los unos y se paguen las otras.
Bloom es el hijo de un judío convertido al protestantismo, que se hizo católico al casarse con Molly Bloom. Es un saco andante de culpas sin redención alguna, como la mota de polvo atraída y rechazada por el universo del que procede y cuyo cobijo anhelará eternamente. Su único consuelo es medir en inauditas vinculaciones y metáforas, así como en eones hindúes, en parasangas persas o en los insondables centímetros con que se miden las constelaciones, los instantes que van del desayuno servido a su esposa en la mañana, al lecho de su esposa por la noche, que le dirá que sí quiero íí. Porque ella es la única Tierra que tiene el peregrino para sus pasos y para medir sus huellas, imaginarlas o soñarlas, tal vez. Sólo o en compañía de otros.

James Joyce y España
Con motivo del centenario del Bloomsday, el día en el que Leopold Bloom y Stephen Dedalus viven su peripecia por las calles de Dublín, el Círculo de Bellas Artes de Madrid ha organizado la exposición James Joyce y España. La muestra hace hincapié en la relación del autor del Ulises con nuestro país a través de artículos, libros, correspondencia, fotografías y material au-audiovisual; y abarca también otras facetas del escritor, como las primeras noticias de Joyce en España, las polémicas alrededor de la interpretación de su obra, la muerte del escritor y la reivindicación de su figura por parte de los especialistas españoles. James Joyce y España puede visitarse, desde el 10 de junio y hasta el 31 de julio, en la Sala Juana Mordó del Círculo de Bellas Artes.

El Ulysses de Joyce, ¿arte o artesanía?

El cultural (10-16/VI/2004), pág. 3
por Germán Gullón

Virginia Woolf, André Gide, Robert Musil y James Joyce son marcas de calidad literaria del siglo XX. Presumir de persona culta sin haber leído, por ejemplo, las desconcertantes seiscientas páginas del Ulysses (1922), de James Joyce (1882-1941), parece una impostura. Otra cuestión es si resulta obligatorio que guste y se entienda un texto tan difícil. Quizás sólo la gente leída y pasada por las aulas universitarias, según pensaba Pierre Bourdieu, puede disfrutar de los libros complicados. ¿Conviene, por otra parte, leerlo en la lengua original, ya que es una de las piezas maestras de la literatura inglesa, o basta con una versión castellana? ¿Y qué traducción leer, una clásica, la original de Dámaso Alonso, o una moderna de José María Valverde?
Pongamos que leemos a Joyce en español, con lo que apreciaremos menos los aspectos lingüísticos, cuya excelencia señala la crítica reiteradamente, y nos interesaremos más por el argumento y por los personajes. Y aquí surge un problema, que ni Stephen Dedalus ni Leopold Bloom, o su mujer Molly, los protagonistas, son nada extraordinario. Dedalus aparece como un vacuo aspirante a caballero inglés y Bloom ofrece una imagen tópica del judío. Por tanto, estas lecturas nos dejan insatisfechos, porque la obra permanece medio muda. Entendemos que se trata de la búsqueda por parte de Bloom de un hijo, y de Stephen de un padre, y que cada incidente de la novela resulta paralelo a uno de la Odisea homérica, y, a su vez, va relacionado con una hora del día, un color, una parte del cuerpo. Todo hecho en un intento de recrear la vida completa de una persona.
La superación de la dificultad ofrece dos salidas para el lector aficionado, persistir en la lectura, la relectura, o dejar el libro de lado. Los lectores profesionales deben opinar sin embargo, y en muchas ocasiones lo han hecho redactando críticas impertinentes, bien porque no saben cómo leer la obra o porque aun sabiéndolo prefieren modalidades narrativas anteriores, que les resultan más familiares. Al Ulysses le han dedicado numerosas críticas adversas, porque quizás atraviesa el purgatorio que el Quijote pasó en su época, un período de prueba antes de que llegue el aprecio universal. Dedalus y Bloom parecen un poquito clichés, por el amaneramiento del uno y el judaísmo de guardarropía del otro, les pasa lo que a don Quijote y Sancho, que tras la publicación de la obra cervantina la gente se fijaba en un aspecto del personaje, que el caballero era un loco, que confundía las rameras con damas y a un cuco ventero con un caballero. El tiempo, no obstante, ha hecho de la novela del hidalgo manchego, sea el idioma en que se lea, un repositorio de una gran verdad encarnada en el personaje: el poder de la imaginación para moldear la realidad a la medida del hombre.
Un indudable atractivo del Ulysses reside en que recrea los sucesos de un solo día en Dublín, el 16 de junio, de 1904. Paradójicamente, lo que pensamos como lo mejor de la obra, el novedoso tratamiento del tiempo, la subordinación de cronología de los hechos a la libre cronología del fluir de los pensamientos, es lo que le trajo las mayores críticas, siendo las hechas por Wyndham Lewis en su magna obra, El tiempo y el hombre occidental (1927), las mejor argumentadas, y que pusieron en la balanza de la fama la cuestión de si el irlandés era un artista o un artesano.
Su hostil análisis resulta difícil de contradecir. Sitúa al autor junto a Gertrude Stein, para definirlo como un escritor de altura técnica, pero carente de fuerza trágica, a lo Dostoievski o lo Flaubert, y exento, por supuesto, del metropolitanismo de su compatriota Oscar Wilde. Su mundo era el de la pequeña burguesía, y lo que es aún peor, que Stephen y Leopold estaban manufacturados con retazos de clichés, y por la tanto discontinuos. Que fueron creados por suma de rasgos, sin que les observemos una personalidad propia. Aquí, afirma Lewis, se nota la veta artesanal de Joyce, que sagazmente oculta la debilidad argumental, la carencia de un sistema de valores que ordene ese mundo y dé coherencia a los personajes. El hábil uso de una técnica narrativa, la corriente de conciencia, que permite saltar de una percepción a otra sin enlaces causales, oculta la falta de un diseño orgánico.
Lewis sin querer estaba describiendo el paradigma literario moderno, conformado por la excelencia en el manejo de la técnica narrativa, concretamente el uso del fluir interior de la conciencia, y la virtuosidad verbal. Criticó ambas características por ser demasiado abstractas, insuficientes para justificar la riqueza de una obra. Pero Lewis acabó perdiendo la batalla, porque lo interpretado por él como negativo en el Ulysses ha sido considerado el pilar de la profunda renovación de la narrativa moderna. La obra de Marcel Proust, de Franz Kafka y de James Joyce tradujo en términos humanos su presente: su originalidad reside en la creación de un espacio narrativo donde el individuo ordena su realidad, y no como en los escritores realistas, donde el ser humano era definido por su realidad social.

Germán Gullón es catedrático de literatura comparada

100 años de la aventura del Ulises de James Joyce
El 16 de junio se celebra el centenario del paseo de Leopold Bloom por Dublín
ibidem págs 8-9.
El próximo jueves se celebra en todo el mundo el Bloomsday, el centenario del descenso a los infiernos de Leopold Bloom, Stephen Dedalus y Molly Bloom, protagonistas del Ulises de Joyce. El 10 de junio se inaugura en el Círculo de Bellas Artes de Madrid la exposición Joyce y España. También Sevilla celebra el Día de Blooom, por quinto año. Y Barcelona. Y París. Y Dublín. Al tiempo, un célebre escritor irlandés, Roddy Doyle, ganador del premio Booker, asegura que se trata de una novela “sobrevalorada, demasiado larga y nada conmovedora. La gente siempre coloca al Ulises entre los 10 mejores libros, pero dudo que alguna de esas personas se sintiera conmovida por esta obra”. El Cultural intenta olvidar los tópicos y descubrir cuánto hay de vanguardia en el libro, las dificultades de su lectura y de su traducción. Y sí, Quim Monzó confiesa que la primera vez que intentó leerla abandonó a las treinta primeras páginas. Fernando Aramburu, en cambio, dice que se puede vivir sin leerla “como se puede vivir sin una mano”.
Doyle va más allá y critica duramente “la industria Joyce”, que hace que desde principios de año el Ayuntamiento de Dublín celebre el centenario con el patrocinio de salchichones Dennys y cervezas Guinness, cuyos productos fueron mencionados por Joyce en la novela.
Más allá de la anécdota, lo cierto es que el Ulises es, en palabras del crítico, traductor y poeta Carlos Pujol, un libro fundacional y Joyce, “el escritor que inauguró la modernidad. Es, sigue siendo, el más moderno del siglo XX, lo cual no es necesariamente un elogio, y el Ulises es la culminación de toda su obra, con cierto paroxismo y locura además. Es la obra de un extraordinario ingeniero, espléndidamente escrita a pesar de su complejidad, y de su absoluta superioridad”. Quizá por eso resulta “muy duro de leer, aunque no tanto como Finnegans Wake, que es una forma de enloquecer como otra cualquiera”.
Un libro sobrehumano
“El Ulises insiste Pujol es un libro sobrehumano, tan bien concebido y escrito que sobrepasa la capacidad normal del lector, que se pierde irremediablemente porque es un libro escrito sin pensar en nada ajeno a sí mismo”. Recuerda Pujol que en castellano existen dos traducciones de referencia, la del argentino Salas Subirats y la de Valverde, aunque Eduardo Chamorro actualizó hace cinco años la primera y añadió un corpus de notas que aclaran muchas referencias del libro. Las dos, aclara Pujol, tienen errores, especialmente la de Valverde, “que no está a la altura ni de sí mismo ni del libro”, acaso porque “es intraducible. Si toda la literatura lo es en realidad, el Ulises es tan solipsista, tan encerrado en sí mismo, trabaja de tal manera la pasta misma del inglés que en otro idioma se estropea. Es un libro enigmático, repleto de referencias personales, culturales, alusiones a Irlanda, a la Odisea, de guiños y chistes privados cuyo sentido último apenas intuimos. Por eso dudo que pueda encontrar un traductor a su medida, o que algún editor encargue una de nueva planta. Sería un intento de suicidio”.
En realidad, lo que Chamorro hizo fue también asombroso: revisó la traducción argentina y le sumó un corpus de notas que explican las referencias del libro, a partir del monumental trabajo de Don Gifford y Robert J. Seidman, que llevan treinta años acumulando y actualizando notas sobre el universo joyceano. Para Chamorro, el Ulises es, “probablemente, la última de una inaudita estela de novelas que persiguen abarcarlo todo, como el Quijote o Tristan Shandy, y te proponen una percepción global del mundo. Eso es siempre entretenido, aunque puede resultar irritante, absurdo y arduo para gente poco entrenada. En ese panorama de novela global, que busca un dominio de lo centrífugo y de lo centrípeto y desde un punto de vista más ambiciosamente modesto Proust consiguió unos resultados más comunicables. Desde un punto de vista más modestamente ambicioso, Faulkner alcanzó soluciones más fascinantes y misteriosas”.
Adictos a Joyce
Es, destaca, “un libro que debería leerse en inglés y en voz alta, lo que deja muy poco margen para una traducción cuyo nivel de calidad quedará siempre muy por debajo de la eficacia de su versión original. Por otro lado, es una novela tan ceñida a la historia de Irlanda y británica, a sus luchas, polémicas y debates a lo largo de sus puntos y horas y a la erudición joyceana, que su comprensión se hace realmente difícil sin un aparato de notas cuya acumulación, a estas alturas, convierte en imprescindiblemente erudita cualquier traducción del Ulises medianamente decente.” Chamorro limpió también de erratas el texto, “perseguido siempre por ellas”, y corrigió algunos deslices de la versión de Valverde, que “resulta sumamente relamida, católica y con un conocimiento del inglés estrictamente académico”.
De la misma opinión es Mariano Antolín Rato, que admite que es una novela “fascinante” pero “casi intraducible. García Tortosa reconocía que todas tienen errores, incluida la suya, y que en realidad si un escritor espera respeto de sus colegas, un traductor sólo puede aspirar a que no le insulten, especialmente si se atreve con el Ulises. Ya dijo el propio Joyce que dejaba trabajo a los especialistas para los próximos trescientos años. Y tenía razón, llevamos cien y aquí seguimos”. Por eso, cuando se hacen encuestas sobre los mejores libros del siglo XX, apunta Antolín Rato, “siempre sale el Ulises, que ya era complicado en su momento y que sigue siendolo ahora, que vivimos en una cultura de la facilidad. El secreto de su poder fascinador quizá resida en que responde a un intento de dar cuenta de un proceso mental a través del monólogo interior”.
“Por eso hay quien, sin haberlo leído, escribe influido por él. Y quien lo lee no lo entiende del todo, porque carece de todas las referencias mentales, culturales, vitales del escritor. Seguro que sólo el propio Joyce llegó a entenderlo del todo, y seguro también que con los años fue perdiendo referencias y dejando de comprenderlo”. Él propio Antolín Rato es un buen ejemplo, al punto de asegurar que “mi vida de puede convertir en el relato de la adición a Joyce. Era un ingenuo chaval de 17 ó 18 años cuando lo devoré por vez primera y quedé cautivado para siempre”.
Un placer arduo y extenso
Por su parte, Nuria Amat echa en falta “una traducción del Ulises que esté a la altura del gran escritor inventor del lenguaje Joyce”. Para la escritora y editora, es fundamental “por ser una novela fundacional. Abrió las puertas a la contranovela. Siempre ha habido un antes y un después de Joyce”. Eso sí, señala que “Joyce, como tantos maestros fundadores (Rulfo o Borges) no admite repeticiones. Como algo positivo,especialmente para motivar la tarea del escritor o escritoras marginados, es el monólogo de Molly. Es casi lo más revolucionario del libro.” A pesar de lo cual reconoce que “nunca he podido leerlo de un tirón. Y suelo echar las culpas a las traducciones. ¿Existirá un Joyce o una Joyce en español? ¿Alguien que se atreva a reescribir el Ulises a cuatro manos, con el irlandés?”
Fernando Aramburu no duda: “Se puede vivir sin leer el Ulises como se puede vivir sin una mano o sin las dos piernas. Ahora bien, quien profese pasión por el arte literario por fuerza leerá o habrá leído el Ulises, siquiera fragmentado y repartido en la obra de otros. No es descartable que muchos estén familiarizados con la obra de Joyce (como con las de Shakespeare o Cervantes) sin saberlo. El Ulises es un placer arduo y extenso. Su lectura reclama dedicación, tiempo, paciencia (bienes tristemente escasos en la actualidad), así como un propósito firme de superar las no pocas dificultades textuales que el libro presenta. Las grandes cimas, según me han dicho, no suelen ser accesibles a la pereza. De ahí que más de uno espere a que bajen los escaladores para enterarse. A mí me agrada pensar que la capacidad de influjo que aún conserva el Ulises de Joyce proviene de la eficacia con que prueba que el género novelesco es, en su fundamento, un arte de la lengua. He leído el Ulises en dos ocasiones. La primera vez yo era joven. Me fascinaron en particular los pasajes oscuros, puesto que me inducían a intuir la existencia de un más allá de la escritura”.
Audacia y trivialidad
“Supuse ?destaca? que al leer la novela por segunda vez me sería dado encontrar la puerta de entrada al otro lado. Con esa confianza volví al libro años más tarde, en una época en que ya tenía superado el sarampión del vanguardismo. Entonces me deslumbraron aquellas partes que se dejan entender sin dificultad. Admiré el más acá, la audacia de revestir con estilo la trivialidad del mundo humano”.
Quim Monzó, en cambio, asegura que “nunca ‘hay que leer’ nada por obligación, porque toque”. Para el escritor, “sin ningún tipo de dudas, Ulises es lo que se llama un tocho. El tocho por excelencia. Eso no debe ser considerado peyorativo. Hay tochos interesantes y tochos sin interés. Éste es un tocho interesantísimo, porque lleva al límite ciertas vías narrativas. Por eso se le cita, porque es un hito de la literatura del siglo XX, quizá el hito más importante de la vertiente literaria de aquello que conocíamos (y conocemos) como ‘arte moderno’. Pero, claro, leérselo es otra cosa, y hay que tener tiempo y ganas. En general, las secuelas de tochos interesantes pero pesados de leer son igual de pesadas de leer pero ya no son ni siquiera interesantes”. Y eso que confiesa que “la primera vez que intenté leerlo fue en la traducción de la editorial argentina Losada. No pasé de la página 30, creo recordar. Años después lo volví a intentar cuando Leteradura publicó la excelente traducción de J. Mallafrè. Y esa vez sí llegué al final, pero en muchos tramos practiqué la lectura en diagonal”.
También José Ovejero admite que, aunque es un libro que explica buena parte de la literatura contemporánea, “hice varios intentos de leerlo completo, a los veintipocos años, pero tenía la sensación de que lo que me interesaba se iba agotando con la lectura, y que sin acabarlo se podían comprender sus aportaciones. Ha influido incluso en quienes no lo han leído”. Manuel de Lope defiende que “cualquiera que le guste la literatura tarde o temprano lee el Ulises. Lo leí con 19 ó 20 años, en una edición argentina. Hace poco he leído la correspondencia de Joyce. Siempre me ha intrigado un contacto que tuvieron Proust y Joyce en París, la única vez que se vieron. Proust habló de sus problemas de insomnio y Joyce de su digestión. Los grandes talentos no comunican fácilmente”.
El crítico y poeta Juan Antonio Masoliver Ródenas recomienda leer el Ulises hoy “por las mismas razones que cuando se publicó en 1922: humor, audacia expresiva, libertad narrativa, emoción erótica, personajes verdaderos, visión crítica del nacionalismo y mil etcéteras”.
El prejuicio de su dificultad
A su juicio, existe aún “el prejuicio de su dificultad, por eso se lee poco. Hay la certeza de su modernidad, por eso se cita mucho. Existen varias traducciones al castellano, por no hablar de la catalana de Mallafré: algo indicará. Por otro lado, en este país todo lo que es enterior a 1975 resulta anticuado. Ni críticos ni académicos, los primeros ignorantes, ayudan a que se lea”. Masoliver recuerda ahora que lo leyó por vez primera “a los dieciséis años, a escondidas de mi padre, devoto lector del libro. A los veintiuno, en italiano, durante mi estancia en Génova. El mes pasado, en El Masnou. El único escritor inteligente que lo criticó fue mi admirado Benet, por su pasión por las arbitrariedades y su desprecio por quienes alaban libros sin haberlos leído”.
Francisco Casavella está convencido de que “es uno de esos libros en los que cuesta algo entrar, pero una vez dentro, y si llegas a sentir simpatía por el texto y por los personajes, ya no sales. Tiene mucha vida, poesía, verdad, tensión, diversión y, sobre todo, ingenio. Hace años, me emocionaba Stephen Dedalus, ahora me emociona Leopold Bloom. El que se brinde a cierta exégesis en una época muy dada a las interpretaciones más o menos escolásticas en la que muchos académicos tienen que labrarse una reputación sobre bizantinismos, lo convirtieron en una especie de Biblia laica. Esas interpretaciones son las que han levantado la fama de un libro abstruso. Y algo de eso tiene, pero también mucha cerveza negra, tragicomedia y vitalidad. Joyce no tiene ninguna culpa de la turba que se recrea en retruécanos sin gracia”. Afortunadamente, también cuenta con adictos como los reunidos en el catálogo Joyce y España (Juan Goytisolo, C. A. Molina, Julián Ríos…). O como Zoé Valdés, para quien “es un libro difícil y de una hermosura única, al que debemos dejar que nos penetre la sensibilidad y penetrarlo con inteligencia. Lo leí con 21 años, y aún recuerdo la emoción que me produjo el monólogo de Molly y cuando las lámparas y los objetos se ponen a conversar. Por favor, ¡es uno de los más grandes autores!”

Nuria AZAN

Bloom el bueno, por Julián Ríos

Ulises es una de las grandes celebraciones de la condición humana, del amor y del arte, razón más que suficiente para leerlo hoy y quizá mañana. Además del gusto de conocer a sus personajes, especialmente a Bloom el Bueno, y de ir descubriendo en su compañía el humor y profundidad de una obra maestra en más de un aspecto, que nos enseña a recorrerla creativamente y a relativizar todos los puntos de vista, incluido el nuestro, otra buena razón para leer Ulises hoy, en pleno boom del sucedáneo y del similar, es que nos permite separar inmediatamente la página de la paja, la verdadera escritura de la fabricación en serie. Como todos los grandes libros ­por ejemplo máximo, el Quijote­ Ulises es más citado y recetado que recitado, muchos lo conocen sólo de nombre y con el mero título presumen de la propiedad que únicamente da la lectura. Aún así, Ulises es una de las novelas que cuenta con mejores lectores, y no sólo entre escritores y universitarios. He visto ejemplares de Ulises en donde menos se podía esperar. En las manos de menesterosos, de los menos…, y de los happy few. Todos estos lectores tan diversos conviertieron Ulises en un auténtico long-seller, que no ha cesado de venderse desde su primera edición, en 1922, de mil ejemplares. No hay obra mínimamente significativa de la literatura contemporánea que de un modo u otro no lleve la impronta de Ulises. Incluso aquellas novelas que quieren volver al canon o canonjía decimonónicos, acaban siendo afectados, a veces sin saberlo, por la revolución y revelación de Ulises: sin forma no hay fondo. Empecé a leer Ulises demasiado pronto, a los 18 años. No sabía entonces que aún me quedaba mucho tiempo por delante y que hay libros ­los que de verdad valen la pena, o la alegría­ que nunca se acaban de leer. Ulises hay que releerlo, y nunca se lee dos veces el mismo libro. La última vez que leí Ulises de cabo a rabo, para preparar el prólogo a una nueva edición, hace casi un par de veranos, dejé en una pila de espera algunas novelas de autores contemporáneos de diferentes literaturas, entusiásticamente celebradas por la crítica. Al acabar la lectura de Ulises, todas aquellas novelas se me cayeron literalmente de las manos. En cuanto a su prestigio literario… ¿No está la palabra prestigio ya definitivamente desprestigiada en España, despues de tantas mareas negras? El prestigio literario de Ulises suele prestarse a equívocos…

La fascinación que ejerció Ulises cuando lo descubrí, sigue siendo la misma ahora, por las mismas razones: creatividad constante de la escritura, rigor en la construcción de cada capítulo, arte en cada página.

Exposición Joyce en España

El día grande de Mr. Joyce

Ulises, literatura de gourmet

España se vincula con Joyce en los 100
años del ‘Bloomsday’
El Mundo (11/VI/04, pág. 62)
Una exposición rinde homenaje al crítico literario Antonio Marichalar, uno de los
valedores del escritor irlandés
PILAR ORTEGA BARGUEÑO
MADRID-El próximo miércoles se conmemora el primer centenario del Bloomsday, el día en el que Leopold, Molly Bloom y Stephen Dedalus -los protagonistas del Ulises de Joyce- viven su particular aventura por las calles de Dublín.
Con este motivo, el Círculo de Bellas Artes se suma a las celebraciones que con tal efemérides se convocan en todo el mundo e inaugura la exposiciión James Joyce y España, que estará abierta al público hasta el próximo 31 de julio.
Fotografías, cartas manuscritas, títulos de Joyce en diferentes ediciones y distintos idiomas, artículos, grabados contemporáneos en torno a su obra, material audiovisual, la exposiición recoge todos los aspectos de la relación de Joyce con nuestro país y presenta por primera vez la correspondencia mantenida por Antonio Marichalar, autor del primer gran artículo sobre Joyce en España, con Sylvia Beach, la editora en París de Ulises, y el propio Joyce.
A través de los documentos reunidos en la exposición del Círculo de Bellas Artes es posible ilustrar la paulatina implantación en España de una de las grandes revoluciones literarias del siglo XX, al tiiempo que se destacan los aspectos españoles de Joyce. «No olvidemos, por ejemplo, que Molly Bloom, cuyo famoso monólogo culmina Ulises, nació en Gibraltar y su madre era española», afirma el comisario de la muestra, Carlos García Santa Cecilia, quien asegura que fue Antonio Marichalar, marqués de Montesa, quien tomó a su cargo trasladar a Joyce a los lectores españoles.
Lecturas nacionalistas
La exposición documenta desde la relación de James Joyce con los principales escritores españoles del siglo XX hasta las lecturas nacionalistas de catalanes y gallegos; desde las condenas de la posguerra a un escritor tenido por obsceno y pecaminoso, al triunfo definitivo de su obra en los años 70; desde la llegada subrepticia de la primera traducción argentina de Ulises hasta la famosa caricatura de Joyce en forma de interrogación, obra del español César Abín.
Al parecer, la confirmación oficial de Joyce llegó de manos de Ortega y Gasset, quien cita a Proust, Gómez de la Serna y Joyce, en La deshumanización del arte, como ejemplos de superación del realismo. Paralelamente, desde Buenos Aires, Borges se declara en 1925 «el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce». Mientras tanto, el poderoso grupo de Revista de Occidente había animado a un joven Dámaso Alonso a acometer la traducción de Retrato del artista adolescente. El caso es que Joyce gozó en España de una buena acogida, de una valoración temprana, de una de las primeras traducciones, pero no superó el filtro estético imperante, según el comisario de la muestra.
Fue Ramón Pérez de Ayala el único de los escritores españoles consagrados que leyó a Joyce tempranamente y redobló su atención a partir de la opinión de Marichalar. Tanto los catalanes como los gallegos se acercaron a la obra de Joyce por su simpatía con la causa irlandesa. Josep Pla, en febrero de 1927, publica un artículo reivindicativo y Juan Ramón Masoliver se ocupa de Joyce y mantiene con él una interesante relación personal. Hasta bien entrados los años 60, con Luis Martín-Santos, no se produce una integración clara de Joyce en las letras españolas. Y entonces se produce tal avalancha que se mezclan los comentarios elogiosos con los destructivos -en la exposición se puede leer el famoso artículo “Contra James Joyce”, de Juan Benet, en Informaciones de las Artes y las Letras-. Según Carlos García Santa Cecilia, la obra de Joyce puede considerarse normalizada a partir de 1976, con la traducción por vez primera en España de Ulises a cargo de José María Valverde.
César Antonio Molina, director del Instituto Cervantes e impulsor de la exposición, también reivindicó la relación de Joyce con España y rindió homenaje al crítico Antonio Marichalar. Junto a él, se encontraba su descendiente Jaime de Marichalar, duque de Lugo, como presidente de la Fundación Winterthur, patrocinadora de la muestra

LAS AFUERAS / JUAN BONILLA
El día grande de Mr. Joyce

El Mundo (14/VI/04, pág. 50)
Cuando Eliot leyó el último capítulo de Ulises, dijo: «Qué va a hacer ahora Mr. Joyce, cómo va a escribir algo después de una cosa tan prodigiosa». Virginia Woolf, que lo escuchaba, sentenció que el interés de aquello tan prodigioso no pasaba de ser local. Sea como fuere, el propio Joyce ya sabía que había dejado el idioma exhausto, y que lo que viniera tendría que ser ya un paso en el abismo, estaba obligado a inventar un nuevo idioma. Ese paso se llamó Finnegan’s Wake.
Su defensor mayor entre nosotros, Julián Ríos, escribía hace una semana que era un canto de sirenas al que sólo podían ser insensibles los sordos, pero no decía que algunos de esos sordos habían tenido en su momento un oído finísimo para apreciar la grandeza de Joyce cuando éste era un desconocido al que le resultaba muy difícil publicar nada (la historia de sus ediciones está llena de interrupciones, dificultades, aportaciones apasionadas).
Algunos de esos sordos se llamaban Ezra Pound, Wyndham Lewis, Vladimir Nabokov o T. S. Eliot, que aunque acabaría siendo el editor de Finnegan’s Wake en el 39, nunca llegó a apreciar ese paso en el abismo con que Joyce continuó su singladura.
En efecto, el último capítulo de Ulises es quizá la cumbre más alta alcanzada por la prosa narrativa del siglo pasado: la técnica del monólogo interior -que Joyce prefería denominar monólogo silencioso- obtenía sus más alucinantes y poéticos resultados después de que un oscuro novelista francés, Dujardin -al que Joyce ayudó a apreciar, para que se viera que no tenía nada que ocultar- lo utilizase en sus textos. Culminaba con ese monólogo una obra a veces abrupta y otras de una comicidad genuina, de prosa cansada aquí y vertiginosa allá. Lo más emocionante de la aventura de Joyce, como prueba la biografía inevitable de Richard Ellman, es su soledad.
Sí, fue uno de los últimos escritores que lograron salir adelante gracias a un mecenas. Sí, lo rodearon admiradores en los momentos más duros -que, por cierto, se extendieron a lo largo de toda su vida: Eliot y Wyndham Lewis le llevaron desde Londres un paquete enviado por Ezra Pound que contenía un par de zapatos marrones-; durante una época de su vida, fue perseguido por acreedores; vestía de frac, no por un prurito de elegancia extrema, sino porque la cola de la chaqueta le permitía ocultar el agujero en el trasero de sus únicos pantalones. Pero tenía las cosas tan claras que no temblaba cuando uno de sus hinchas lo abandonaba: agradecía los servicios prestados, y seguía adelante.
Su propia familia cargaba con sus textos, a veces con rudo humor, como en las cartas de su hermano Stanislaus -preciosa es la que le dedica a la aparición de los primeros fragmentos de Finnegan’s Wake: expresa en ellos las dudas del lector común ante el abismo del lenguaje inventado-, a veces con altanera indiferencia -como en el caso de su esposa Nora, que tardó cinco años en echar un vistazo a Música de cámara, y que no condescendió a asomarse al Ulises: le preguntaba a su marido: «¿Por qué no escribes cosas como la gente normal, para la gente normal?».
¿Para quién escribía Joyce? Un lector tan atento como Martin Amis se hace eco del lugar común según el cual Joyce es un escritor para escritores, pero lo corrige diciendo: «escritor para un solo escritor, un solo escritor que se llamaba James Joyce, el único capacitado para leer a James Joyce». Por su parte, Joyce, con su soberbio humor, supo desde bien temprano que su público más fiel serían los profesores universitarios, a quienes había pretendido entretener para los próximos 300 años.
A pesar de ello, no hay que ponerse tan estupendos: no hace falta haber acabado ninguna carrera para sumergirse en las aguas del Ulises y divertirse, emocionarse, aburrirse y disfrutar. Su ambición ilimitada nos resultará hoy anacrónica, pero eso no es culpa de la novela, sino del tipo de novela que se lleva hoy, tan conformista, tan debida a los intereses del público, que es el que manda. El Ulises es de esos libros que tuvo que crear a su público: lo hizo, sin duda, no sólo por la fuerza del texto, sino también por la ayuda de unos cuantos militantes insobornables que iban ganando adeptos con su misión evangelizadora.
Entre nosotros tuvo dos muy tempranos: Jorge Luis Borges, que ya en su primer libro le dedicó un comentario, y Antonio Marichalar, crítico atento y elegante que comenzó su texto sobre Joyce con un Rolls que se paraba ante la Shakespeare and Company y del que bajaba una mujer rica que entraba en la tienda de Sylvia Beach para adquirir uno de los 1.000 ejemplares de la primera edición del libro mítico.
El miércoles se cumplen 100 años del día en que ocurre el Ulises -el día en que Joyce y Nora dieron su primer paseo juntos-, al fin y al cabo el Ulises es un intenso poema de amor. Nuestro tiempo, que necesita fabricar espectáculos, ha ideado para esa fecha una conmemoración que convertirá Dublín, como cada 16 de junio, en una juerga de desayunos con ríñones y muchas pintas y disfraces.
Ojalá las alharacas sirvan para que alguien se atreva a adentrarse en la selva del lenguaje y la imaginación radiante del Ulises. Ojalá sirvan para que alguien alcance el último capítulo, tan poético, tan desmesurado, y vuelva a producirse el milagro de que un libro cree a su lector, un libro lea a quien lo está leyendo.

CIEN AÑOS DEL BLOOMSDAY
‘Ulises’, literatura de ‘gourmet’

El mundo (15/IV/04)
La polémica no ha abandonado nunca a la obra de James Joyce, ni la rendida admiración de quienes la consideran un hito de la literatura

ELMUNDOLIBRO
MADRID.- James Joyce se jactó de que con ‘Ulises’ había dejado trabajo a los especialistas para los próximos 300 años. Hoy se cumplen 100 de la odisea dublinesa de Leopold Bloom, su antihéroe cornudo, un 16 de junio de 1904 y, al tiempo que las autoridades irlandesas han convertido el Bloomsday en una suerte de parque temático, hay quien pretende destruir el mito tachándola de obra sobrevalorada e incomprensible.
Para Julián Ríos, sin embargo, uno de sus’ fanáticos’ confesos, la polémica en torno a ‘Ulises’ no es sino una muestra más de su extraordinaria vitalidad. “Estamos instalados en la cultura de la facilidad, del ‘fast food’, y ‘Ulises’ no es literatura rápida sino literatura de ‘gourmet’. Hay que releerlo, saboreándolo. No es un libro para leer en una viaje en metro”, explica el escritor vigués.
Hasta ahora se había considerado al ‘Ulises’, publicado en 1922, el libro que inauguró la modernidad en la novela y a Joyce, el consagrador del monólogo interior. Pero también es una obra de difícil lectura, lleno de referencias cultas y frases en latín, griego, alemán, francés, hebreo, junto con chistes privados del autor, alusiones locales incomprensibles fuera de Irlanda y Gran Bretaña e incluso erratas… que han hecho las delicias de miles de exégetas y se han convertido, al mismo tiempo, en la pesadilla de un número mayor aún de lectores.
“El ‘Ulises’ se ha mitificado tanto que los lectores se acercan a él con demasiado respeto”, destaca Ríos, “les inspira temor. El problema es que no llegan a él de la forma correcta: no se puede leer como una novela de entretenimiento puro, no es una historia policiaca, sino que debe irse leyendo poco a poco, no se puede consumir de un tirón”.
La lectura de las 18 horas de Bloom debe acometerse, en cambio, con espíritu de “aventura”, dice el escritor. “Ulises es el lector, es él quien debe estar atento par ir descubriendo cosas”, subraya el autor de ‘Casa Ulises’, de la misma forma que Leopold Bloom se convierte a lo largo de la novela en “el detective de su propia cornudez”.
En España el máximo detractor de la obra de Joyce fue Juan Benet. A su juicio, ‘Ulises’ no dejaba de ser “un cuadro costumbres hipertrofiado por la palabrería”. Además, el autor de ‘Volverás a Región’ no veía nada “original en limitar el curso de la novela a un solo día”.
Personajes y riqueza lingüística
Pero ‘Ulises’ es mucho más que una enorme colección de juegos de palabras y acertijos o trampas para el lector entrenado. “Como el ‘Quijote’ o ‘Madame Bovary’, ‘Ulises’ incorpora personajes complejos e inmortales”, asegura Julián Ríos. El famoso monólogo de Molly Bloom, la esposa infiel de origen español, pasa por ser una de las cumbres de la literatura del siglo XX y, en su momento, constituyó una auténtica revolución y un escándalo. “Difícilmente se puede conocer a alguien de una manera tan profunda”, señala.
En España una dificultad -y polémica- añadida es la traducción de una obra ya de por sí intraducible. La primera, firmada por el argentino José Salas Subirats y publicada en 1945, fue criticada en estos pagos por sus argentinismos y la de José María Valverde (1976), por sus errores. Existe una tercera, del catedrático Francisco García Tortosa (1999). “Las tres son complementarias, porque no hay ninguna libre de equivocaciones”, precisa Julián Ríos. Similares problemas han sufrido también las traducciones al francés.
Para el escritor, lo único negativo en torno a la obra de Joyce es la “disneyización” del Bloomsday, con sus 10.000 desayunos en Dublín y su transformación en reclamo turístico. Irónico final para una obra que fue censurada por obscena y no vio la luz en el Reino Unido hasta 14 años después de su publicación (1.000 ejemplares) en París.

EL NIETO DE JOYCE SE OPONE A LA FIESTA
Europa celebra el centenario del Bloomsday

AGENCIAS
DUBLÍN/MADRID.- Joyce situó en un solo día, el 16 de junio de 1904, toda la acción de ‘Ulises’, su obra más voluminosa, que le consagró como uno de los grandes escritores de todos los tiempos. Ahora se cumplen 100 años de aquel Bloomsday y los ‘joyceanos’ de todo el mundo lo celebran con numerosos y muy dispares actos conmemorativos.
Querido Marichalar…
En España, el Círculo de Bellas Artes de Madrid celebra el centenario con una exposición titulada ‘James Joyce y España’, que busca precisamente sacar a la luz los aspectos más relevantes de la relación del autor irlandés con España (a Molly Bloom la hizo nacer en Gibraltar, de madre española) y con sus escritores, y la correspondencia que el crítico Antonio Marichalar, autor del primer gran artículo sobre Joyce en España, mantuvo con él y con su editora en París, Sylvia Beach. La exposición ha contado con el patrocinio de la Fundación Winterthur, cuyo presidente, Jaime de Marichalar, duque de Lugo, acudió a la presentación.
El ex director del Círculo de Bellas Artes, César Antonio Molina, actualmente responsable del Instituto Cervantes, destacó que esta exposición, que se une a las demás celebraciones programadas en diferentes partes del mundo, reivindica “la labor de Antonio Marichalar y la relación e uno de los más grandes escritores de siempre con España, no sólo a través de Galicia, sino también de la lengua española”. Casi todo el material que se exhibe en la exposición, añadió Molina, se muestra por primera vez, y buena parte de él ha sido prestado por la Academia de la Historia, a la que fue cedido por Marichalar.
Las quejas del nieto de Joyce
Por su parte, los irlandeses celebran el centenario Bloomsday gracias a que el Ministerio de Turismo y Deportes se ha volcado para organizar un festival conmemorativo que comenzó en abril y finalizará en agosto, con casi 100 eventos para homenajear al escritor más famoso de Irlanda. Pues desde hace unos pocos años está “prohibido” en Irlanda despotricar ?uno se arriesga a que lo acusen de herejía- contra uno de los grandes símbolos nacionales y, junto a la cerveza Guinness, el más rentable para el turismo de la isla.
Sin embargo, a punto ha estado de aguar la fiesta el nieto de Joyce, Stephen, amenazando con llevar ante los tribunales a quienes osasen leer pasajes de ‘Ulises’ durante el Bloomsday sin pagar elevadas cantidades de dinero por los derechos de autor. Pero al rescate acudieron el Gobierno irlandés y el Parlamento nacional en pleno, que reformaron urgentemente a principios de este mes la legislación de la Unión Europea en materia de propiedad intelectual de 1995, según explicó Laura Weldon, la coordinadora de los festejos el centenario.
Los seguidores del escritor no olvidarán, sin embargo, que sus primeras celebraciones eran casi clandestinas hace unos 50 años, cuando el rebelde Joyce estaba aún visto con cierto recelo por los grupos más poderosos del país, los fundadores de la patria y la Iglesia católica.

UN NIÑO SOLITARIO QUE LLEGÓ A HABLAR 17 IDIOMAS
Joyce, la vida detrás de la obra

ESTHER L.CALDERÓN
El ‘Ulises’ de James Joyce es uno de los libros clave en la revolución de la novela en el siglo XX. Inspirada en la ‘Ilíada’ de Homero, propone una combinación de las tradiciones literarias del realismo, el naturalismo y el simbolismo plasmándolos en un estilo y una técnica novedosos. Fue la inauguración por todo lo alto de otro modo de narrar. Acompañado de críticas y elogios, hoy se cumplen 100 años de uno de los paseos más emblemáticos de la literatura universal.
El propio Joyce explicaría el propósito de su libro: “Es la epopeya de dos razas (Israel – Irlanda) y al mismo tiempo el ciclo del cuerpo humano y también el de una pequeña historia de una jornada. La figura de Ulises me ha fascinado siempre desde niño. Comencé a escribir un relato para Dublineses hace 15 años pero lo dejé (…) También es una especie de enciclopedia. Mi intención es la de no sólo presentar el mito ‘sub specie temporis nostri’, sino también que cada aventura (es decir, cada hora, cada órgano, cada arte conectados y fundidos en el esquema somático del conjunto) condicione o, mejor dicho, cree su propia técnica”.
Ésa era la idea mental del creador, pero habrá que esperar a 1922 para que por fin ‘Ulises’ vea la luz. El mundo de las letras frunce el entrecejo con extrañeza, se encoge de hombros o agranda los ojos de asombro y cierta envidia. La técnica novedosa en la que está escrito, llamada monólogo interior, es la culpable de tanto revuelo y tanta relectura de párrafo.
Monólogo interior y censura
Leopold Bloom, protagonista de la novela, es una mente que se ‘derrama’ en los sucesivos capítulos. Ese 16 de junio de 1904 o Bloomsday, (se llama así en alusión a Leopold Bloom, y al Doomsday, o día del Juicio Final) Leopold deambula junto a Stephen Dedalus por las calles de un Dublín de bruma y gentes. El héroe griego de Homero ha mutado en un hombre errante, rodeado por las multitudes pero siempre solo. La ciudad le atrae y le repele. Todo es amenazante.
Los estados de ánimo, las asociaciones de ideas, las impresiones, los temores… todo eso que se pasa por la mente y que pocas veces se dice en alto es el vanguardista modo de narrar al que Joyce invita en su particular ‘Ulises’. Invita pero no lo pone fácil. Leer tanta conciencia a borbotones requiere paciencia y esmero. Como trasfondo del libro, caos en la mente es directamente proporcional a caos en la sociedad moderna.
Pero llegar publicarlo no fue un camino fácil. A finales de 1917, Joyce creía tener el libro casi terminado y se propuso publicarlo por entregas, con el doble objetivo de ganar algo de dinero y de imponerse un ritmo de trabajo para terminar la obra de acuerdo con unos plazos impuestos. Entró en escena Harriet Shaw Weaver, editora de la revista londinense ‘The Egoist’, que desde 1914 fue publicando ‘Retrato de un joven artista’. Pero el puritanismo de Gran Bretaña y EEUU no podían aceptar las vulgaridades y bajas pasiones de los personajes de ‘Ulises’ y la obra fue censurada y quemada. Sólo se publicaron algunos capítulos, y con cortes. Hubo que esperar hasta 1936 para adquirirlo en Reino Unido.
Obra, complejidad en aumento
Hijo de un recaudador de impuestos (y se dice que con la mejor voz de tenor de la Irlanda de la época), Joyce nació en Dublín el 2 de febrero de 1882. Fue un niño muy observador y ausente entre nueve hermanos. Educado en los jesuitas, rompió con la Iglesia católica en la universidad, donde ya escribía asiduamente. En 1904 abandonó Dublín con Nora Barnacle, una camarera semianalfabeta y dos años menor que él, con la que acabó casándose y teniendo dos hijos, llamados Giorgio y Lucía Ana.
Viajó por toda Europa y vivió en Trieste, París y Zürich, siempre con escasos recursos por su trabajo como profesor de inglés. Joyce conocía bien el italiano y 17 idiomas más, entre antiguos y modernos, incluso el griego, el sánscrito y el árabe. Un tiempo después, sufre su primer ataque de iritis, grave enfermedad de los ojos que casi le llevó a la ceguera.
Su primer éxito literario, apenas con 18 años, le vino de la mano de un artículo titulado ‘El nuevo drama de Ibsen’, publicado en una revista londinense. Sin embargo, su primer libro (que contiene 36 poemas de amor) no llegará hasta 1907, con el titulo ‘Música de cámara’. En su segunda obra, un libro de 15 cuentos titulado ‘Dublineses’, narra episodios críticos de la infancia y adolescencia en una familia media de Dublín. Su primera novela, ‘Retrato del artista adolescente’ tenía un talante muy autobiográfico. En ella aparece ya el conocido personaje Stephen Dedalus, a partir del cual recrea su juventud y vida familiar. También de esta época data su obra de teatro ‘Exiliados’.
Se dice que no se enteró en Zürich de que estallaba la guerra y de que era considerado un enemigo, porque estaba inmerso, precisamente, en la escritura del ‘Ulises’. Sin embargo, la complejidad de sus escritos fue aún en aumento. En ‘Finnegans wake’, su última y más laberíntica obra, llevó la experimentación lingüística al límite, escribiendo en un lenguaje que combina el inglés con palabras procedentes de otros idiomas.

Pinta de culto
Beber para contarlo. Cien referencias a la cerveza en el ‘Ulises’ de James Joyce, tantos como los años que la ficción cumple el miércoles (16 de junio 1904 y el siglo de la Cruzcampo, Guinness local

Diario de Sevilla (12/VI/04, págs 54-55)
SEVI LLA.
Francisco Correal
Desde BM en el primer capítulo hasta MB en el último. Cien referencias explícitas -las implícitas serían incontables- a la cerveza en el Ulises de James Joyce, tantas como los años que el miércoles se cumplen de aquel 16 de junio de 1904 en el que transcurre la acción; tantas como los años pasados desde que se fundó en Sevilla la Cruzcampo. Una especie de sucursal dublinesa, ya que un siglo después ejerce la distribución para España de la marca Guinness, la marca más nombrada a lo largo del libro, la cervecera en cuya destilería trabajó John Stanislaus Joyce y quiso colocar como oficinista a su hijo, el novelista, que declinó la invitación. El padre de Joyce fue adversario político de Arthur E. Guinness, un industrial cervecero que encabezaba las listas del partido conservador en los comicios irlandeses.
La profesión del héroe de la ficción, Leopold Bloom, es la de agente publicitario, la misma que desempeñó en la realidad el padre del novelista. Por las páginas del Mises corre a espuertas la cerveza: desde la invitación iniciática de Buck Mulligan, el orondo Mulligan, a cogerse una gloriosa borrachera que asombre a los druídicos druidas hasta el compromiso de Molly Bloom en su insuperable monólogo para reducir su adicción: “… la barriga la tengo un poco gorda tendré que dejar la cerveza negra en las cenas…”.
Cerveza bebida, cantada, invocada, pagada, cobrada, meada, transportada, sonada, vomitada, aludida, eludida. Cerveza y más, cerveza, incluso cerveza cotizada, “…por cierto, las acciones preferentes de Guinness están a dieciséis y tres cuartos”. Cerveza con la que los parroquianos brindan “por los caídos”, “por la destrucción de sus adversarios”, incluso por algún personaje histórico: “… estaba justamente bebiendo lo que me quedaba de la pinta cuando me veo al paisano levantarse e ir naneando para la puerta, boqueando y resoplando con hidropesía y maldiciendo las entrañas de Cromwell”.
Aparecen esporádicos elogios al hombre abstemio, condición esencial para ser un buen tenor -Bloom sale de una de las muchas tabernas cantando Don Giovanni mientras ayuda a cruzar la calle a un ciego-, o un abstemio evocado con retintín. “Yo soy abstemio. No tomo nada entre bebidas”. Lo reivindica Molly Bloom cuando sueña con un mundo “gobernado por las mujeres”, frente al varón adicto a la pinta, la birra y sus variantes: “Qué encontrarán para estar de cháchara toda la noche tirando el dinero y emborrachándose más y más ya podían beber agua”. Stephen Dedalus, el otro protagonista de la novela, es hidrófobo pero no por cervecero: la acción transcurre a mediados de junio y no se baña desde octubre. Beben hasta altas horas: “Vaya hora intempestiva, supongo que ahora se acaban de levantar en China”.
Un siglo después del Bloom’s Day, la llamada sociedad de la información, amiga de igualar continentes a costa de rebajar contenidos contenidos, ha conseguido hacer de las artes una variante de la vulgaridad. Joyce con su libro se propuso -y si no, al menos lo consiguió- hacer de la vulgaridad una de las bellas artes. En ese proyecto, la presencia casi omnipresente de la cerveza es un paradigma de ese acercamiento entre lo clásico y lo popular. El tirador de cerveza es el mueble que más aparece por las páginas del libro: la tiran sin tirarla y se puede beber oyendo las músicas favoritas de Leopold Bloom: Los hugonotes, de Mercadante; Las siete últimas palabras en la cruz, de Meyerbeer; Duodécima misa, de Mozart; el Stabat Mater, de Rossini. Cervezas en la taberna de Davy Byrne, en Connery, en el bar del hotel Ormond, en el pub de Burke o en O’Rourke. Cien citas cerveceras en novecientas páginas, con guiños como ese trueque bíblico del Génesis por el Guinness. Los personajes de la novela, los amigos que vienen de enterrar al pobre Paddy Dignam cuya viuda es adicta al jerez, tam-bién beben otras cosas: ginebra de endrina, gaseosa, oporto, limonada. “Que sea media, Terry, dice John Wise, y un arribalasmanos”.
Se dice que si un terremoto destruyera Dublín, la ciudad se podría reconstruir a través del Ulises. Y fuentes esenciales de ese rescate literario serian esos santuarios de la pinta a la que renuncia la niña (Molly Bloom). “Buen lío sería cómo cruzar Dublín sin pasar por una taberna”. Cerveza a la que « acompañan cecina con col, asado con puré, solomillo de vaca, los riñones que forman la dieta de Leopold Bloom o las ñoras picantes que parece un guiño vegetal del traductor, Francisco García Tortosa, a La Ñora, pueblo de la huerta murciana en el que vino al mundo.
Una antología de la cerveza. L: tratado sobre la publicidad. Un catálogo de inventos para el día después -ataúd con teléfono, tranvías funerarios en Dublín como los de Milán-. Un estudio sobre las cebollas. Una guía para ganar las apuestas en las carreras de caballos. Todo eso y mucho más es el Ulises. También una antología de la cerveza y un alegato a favor de la españolidad del peñón de Gibraltar. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores debería llevar a Downing Street esa novela como prueba fehaciente de Derecho, más rigurosa que el Tratado de Utrecht que certifica la propiedad de los ingleses, texto que según Juan de Mata Carriazo tenía un defecto de forma.
Cerveza por los caídos, por los vivos de Parnell, por los muertos de Cronwell. Hasta en el capítulo más complejo, Los bueyes del Sol, homenaje críptico a Cervantes de quien se considera deudor de Shakespeare, hay una mención nominal cuando en un castillo que alguien tomó por venta presenta junto al Falso Hidalgo a otros caballeros: el señor Ponerreparos, el señor Devezenvez, el señor Empinacerveza. De la gastronomía quijotesca, Joyce menciona el pisto “madrileño” -querría decir manchego- y las gachas, aunque éstas aparecen en un contexto irrepetible fuera de las páginas del Ulises. Sordo Pat, pon la penúltima.

¡Ay, lo pasaremos muy divertido, bebiendo güisqui, cerveza y vino! ¡El día de la coronación!
CAPÍTULO PRIMERO
-Qué piensas de Hamlet?… No podrías explicarlo con menos de tres cervezas.
CAPÍTULO PRIMERO
Por la rejilla del sótano subía el flojo borbotón de cerveza negra
CAPITULO PRIMERO
-¿Cuánto se amasaría con los posos de la cerveza negra al mes? Digamos cien barriles de mercancía
CAPÍTULO CUARTO
Dos peniques por pinta, cuatro peniques por cuarto, ocho peniques por galón de cerveza. Sí, exactamente, quince millones de barriles de cerveza negra
CAPÍTULO QUINTO
Carreteros de botas enormes sacaban rodando barriles retumbantes de los almacenes Prince y los colocaban con un chocazo en el carro de la cervecera CAPÍTULO SÉPTIMO
Nuestros ancianos antepasados, como podemos leer en el primer capítulo del Guinness, tenían debilidad por las correnteras
CAPÍTULO SÉPTIMO
Un bejín de humo empenachó el parapeto. Gabarra de la cervecera
CAPÍTULO OCTAVO
Sería interesante algún día conseguir un pase a través de Hancock para ver la cervecera. Un mundo en miniatura
CAPITULO OCTAVO
(Las ratas) beben hasta que se les hincha la barriga tanto como un collie flotando. Borrachas como cubas con la cerveza negra
CAPÍTULO OCTAVO
¿Qué tomo ahora ? Sacó el reloj. Vamos a ver. ¿Cerveza con gaseosa?
CAPÍTULO OCTAVO
Muchas atractivísimas y entusiastas mujeres también se suicidan apuñalándose, ahogándose, bebiendo ácido prúsico, acónito, arsénico, abriéndose las venas, rehusando comer, arrojándose bajo una apisonadora, desde lo alto de la columna de Nelson, a la gran cuba de la cervecera Guinnes
CAPÍTULO DECIMOQUINTO
Me sentaré en la otomana de tu lomo por las mañanas después de desayunarme a lo grande con unas lonchas gruesas de jamón de Matterson y una botella de cerveza negra de Guinness (eructa). Y me fumaré un buen puro de jugador de Bolsa
CAPÍTULO DECIMOQUINTO
Murió de una cogorza espantosa, remató Buck Mulligan. Dos pintas de cerveza son un plato de reyes
CAPÍTULO NOVENO
Lenehan seguía bebiendo y sonreía bobaliconamente a
Su cerveza empinada y a los labios de Miss Douce que medio tarareaban, entreabiertos, la canción del océano…
CAPITULO UNDÉCIMO
Bebieron cerveza negra fresca. ¿Sabía ella adonde iba el virrey? Y oyeron acerocascos cascosonantes. No, no sabría decir. Pero vendría en el periódico CAPITULO UNDÉCIMO
Quebró por la friolera diez mil libras. Ahora está en el asilo Iveagh… La cerveza Bass tuvo la culpa
CAPÍTULO UNDÉCIMO
Lo cierto es que Terry trajo las tres pintas que Joe pagaba
CAPÍTULO DUODÉCIMO
Con una mona morrocotuda ahí en una tabernucha de Bride Street después de la hora de derrefornicando con dos pingos y un matón al acecho, bebiendo cerveza negra en tazas de té
CAPÍTULO DUODÉCIMO
Terence O’Ryan le oyó y al momento le trajo una copa de cristal llena de espumosa cerveza color ébano que los nobles gemelos Tavernariveaghy Tabernerardilaun elaboran sin cesar en sus divinas cubas… Ellos acumulan las suculentas flores del lúpulo y las amasan y criban y molduran y cuecen y mezclan todo eso con jugos amargos y llevan el mosto al fuego sagrado… CAPITULO DUODÉCIMO
Estaba que me moría por esa pinta. Le juro que era capaz de oírla cuando me caía en el estómago haciendo clac.
CAPÍTULO DUODÉCIMO
Elevó sus toscas grandes musculosas y forzudas manos el cubilete de fuerte cerveza oscura espumosa y, profiriendo la llamada tribal, bebió por la destrucción de sus adversarios.
CAPÍTULO DUODÉCIMO
Tuvimos relaciones comerciales con España y con los franceses y con los flamencos antes de que esos chuchos (los ingleses) nacieran, cerveza española en Galway.
CAPÍTULO DUODÉCIMO
Y va y se escabulle con sus cinco soberanos sin invitar a una pinta siquiera como un hombre
CAPÍTULO DUODÉCIMO

Bloomsday

Diario de Sevilla (15/VI/04)

Eduardo Jordá
El 16 de junio de 1904 fue un jueves soleado en Dublín. Soplaba una brisa suave y—cosa rara—no cayó una gota de lluvia en todo el día. Contra todo pronóstico, un caballo llamado Throwaway ganó la carrera más importante del hipódromo. Y un joven de 22 años se citó por primera vez con una camarara que trabajaba en un hotel de Nassau Street. Los dos, que se habían conocido muy poco tiempo antes, anduvieron un rato por la ciudad y después, al atardecer, fueron a dar un paseo cerca del mar. Y allí, en un promontorio de Sandymount, los dos hicieron por primera vez el amor (aunque hay quien dice que no llegaron a tanto). El joven era pobre y orgulloso, tenía una buena voz de tenor y se llamaba James Joyce. La chica—que era guapa, tenía mucho sentido del humor y odiaba la literatura—se llamaba Nora Barnacle.
En recuerdo de ese jueves venturoso, James Joyce situó la acción de su novela más famosa, Ulises, ese mismo 16 de junio de 1904 (mañana se cumple un siglo). Los protagonistas no son una pareja que se cita por primera vez, sino un judío melancólico y cornudo llamado Leopold Bloom, que desayuna riñones de cerdo y se regodea observando el trasero de las criadas bonitas, un joven que sueña con ser escritor, de nombre Stephen Daedalus, que malvive dando clases en un colegio de jesuitas. Y en el trasfondo aparece la casquivana mujer de Bloom, que quiere reanudar su carrera de cantante y se ve a escondidas con un engreído empresario musical que lleva guantes de piel de cabritilla. A lo largo de la novela, Bloom y Daedalus deambulan por las calles de Dublín, van aun cementerio, se meten en tabernas y burdeles, conversan, beben cerveza y vino, escuchan, miran las calles y se aburren. Y ya de madrugada, terminan tomando una taza de cacao en casa de Bloom. A eso de las tres de la noche, éste se mete en su cama y se queda dormido al lado de Molly. Y Molly se entrega a un duermevela que ha quedado recogido en el monólogo más famoso de la literatura del siglo XX.
Muy pocos dublineses han leído el Ulises, que sería la más grande novela del siglo XX si tuviera doscientas páginas menos, pero los personajes de Molly Bloom y Daedalus poseen tanta verdad humana que se han convertido en arquetipo de su ciudad. De alguna manera, Dublín ya no es más que un escenario de esa novela, un pretexto, un mero decorado para unos seres que jamás la llegaron a pisar. Por uno de esos milagros que ocurren de tarde en tarde, unos personajes de ficción han usurpado el territorio de la realidad y se lo han apropiado por completo. Muy poca gente entra en el pub de Davy Byrne sin saber que allí se tomó Bloom un sándwich de gorgonzola, acompañado por un vaso de borgoña, que le produjo cierto desarreglo gástrico. Y muy poca gente, aunque no sepan nada del Ulises, puede caminar frente a la torre Martello sin enterarse de que allí se inicia la novela, a las ocho de la mañana, cuando el gordo Buck Mulligan sube a la plataforma superior de la torre para afeitarse. No conozco otro caso de la creación novelesca que haya logrado suplantar a la ciudad real que la inspiró. Al fin y al cabo, el Ulises no es más que una frágil creación verbal. Pero Bloom y Molly y Daedalus son mucho más reales que cualquiera de nosotros.

Molly Bloom, entre sueños
El País (15/VI/04) “Andalucía, pág. 2.

IAN GIBSON
16 de junio de 2004. O sea, mañana. Centenario de la primera cita amorosa de Joyce con quien iba a ser la mujer de su vida. ¡Ay, Norah Barnacle, que le perdiste luego cuando tenía 58 años, tú que fuiste para él amante, madre, confidente, inspiración, calor, risa, consuelo, alma gemela, quitapenas, ironía, estrella en su noche oscura (“tranqui, Jim, que no pasa nada, que saldremos del apuro, volveremos a Irlanda unos días y compraremos ropa barata en Moore Stret para toda la familia y terminarás el libro y serás el escritor más famoso del mundo…”)!
La acción de Ulises —o sea el periplo de un día y una noche de Leopoldo Bloom por un Dublin sucio, charlatán, bebedor, corrosivo y cachondo mental— se inicia, como se sabe, en la mañana de dicho 16 de junio —¡vaya homenaje a Norah!— y termina con el famoso “Sí” complaciente, escrito con mayúscula y seguido de punto final (el único del episodio), pronunciado por Molly mientras se mueve entre sueños en la cama.
Si Joyce sólo hubiera escrito aquel monólogo interior habría bastado, seguramente, para que nuca dejáramos de agradecer su aportación a la literatura, es decir a la vida. Cuando la novela se publicó en París en 1922 fue precisamente tal secuencia onírica lo que más escandalizó a los miserables puritanos de siempre, y hubo intervenciones policiales tanto en los puertos británicos como en los de Estados Unidos para proteger a los buenos burgueses de tanta procacidad y porquería. Francia había sido la reponsable, una vez más, de permitir la publicación de un texto obsceno y vil, y fue objeto, en consecuencia, de la renovada vituperación de los fariseos de ultra-Mancha, los mismos que poco tiempo atrás habían machacado con trabajos forzosos a otro irlandés genial y subversivo, Oscar Wilde.
Cuando, allá por los años cincuenta, servidor empezó sus estudios de español en el Trinity College de Dublín, Ulises, tres décadas después de su publicación, estaba todavía prohibido en Irlanda —no ya en Gran Bretaña— y sólo se podía conseguir bajo cuerda. Todavía me produce vergüenza ajena el recuerdo de aquella afrenta.
La Irlanda de hoy es bien diferente, y Joyce toda una gloria nacional. La celebración de Bloomsday va a ser mañana por todo lo alto, y además coincide con el final de la eficaz presidencia irlandesa de la Unión Europea. En España, entre los actos programados, hay que destacar la reposición en Madrid, por Magüi Mira, de su magnífica interpretación del monólogo de Molly, tanto más convincente por cuanto ésta vuelve una y otra vez, mientras sueña, al Gibraltar y a la Andalucía de su infancia y adolescencia, entreverándose entre sus rememoraciones subliminales numerosas frases e imágenes españolas que han sido investigadas, en Sevilla, por el gran experto en Joyce Francisco García Tortosa. Para los que protestan que Ulises supera sus más fornidos esfuerzos, nada más recomendable que empezar con dicho monólogo en la magnífica traducción de la novela debida al mismo estudioso (editada por Cátedra). Hacerlo seria la mejor manera posible de honrar al genio dublinés en esta fecha tan señalada.

El destino en español del ‘Ulises’

El País “Babelia” (12/VI/04, pág. 12)

El 16 de junio de 1904, James Joyce dio con Nora su primer paseo nocturno por Dublín, que le inspiró el recorrido de Leopoldo Bloom para Ulises (1922), jornada conocida como Bloomsday. Un libro que renovó la literatura moderna y se convirtió en un reto para los traductores. Ésta es la historia de su primera versión en español. Por Juan José Saer
Una tarde de 1967, el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando animadamente en un café antes de la conferencia con un grupito de jóvenes escritores que habían venido a hacerle un reportaje, cuando de pronto se acordó de que en los años cuarenta lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando: “¡Acaba de aparecer una traducción de Ulises!”. Borges, riéndose de buena gana de la historia, y aunque nunca la había leído (como probablemente tampoco el original), concluyó diciendo: “Y la traducción era muy mala”. A lo cual uno de los jóvenes que lo estaba escuchando replicó: “Puede ser, pero si es así, entonces el señor Salas Subirat es el más grande escritor de lengua española”.
La respuesta sugiere el lugar que ocupaba esa traducción en la cultura literaria de los jóvenes escritores argentinos durante los años cincuenta y sesenta. El libro de 815 páginas fue publicado en 1945 por la editorial Santiago Rueda de Buenos Aires, que publicó también el Retrato del artista adolescente en la traducción de Alfonso Donado (léase Dámaso Alonso). En el catálogo de esa editorial figuraban muchos otros nombres excepcionales, como Faulkner, Dos Passos, Svevo, Proust, Nietzsche, para no hablar de las obras comple-tas de Freud en 18 volúmenes, presentadas por Ortega y Gasset. A finales de los años cincuenta, esos libros circulaban copiosamente entre todos aquellos a quienes les interesaban los problemas literarios, filosóficos y culturales del siglo XX. Formaban parte de los libros realmente indispensables en cualquier buena biblioteca.
El Ulises de J. Salas Subirat (la inicial imprecisa le daba al nombre una connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las conversaciones, y sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que andaba entre los 18 y los 30 años, en Santa Fe, Paraná, Rosario y Buenos Aires, los conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la generación de los cincuenta o de los sesenta aprendieron varios de sus recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple: el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto Arlt— había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas.
Aunque el hecho de haber sido el primero en algo no debe darle a la hazaña realizada más mérito del que posee intrínsecamente, es cierto que quien la lleva a cabo se expone a dos peligros que a menudo son las caras de la misma moneda: la crítica prejuiciosa y el saqueo. Tal ha sido el destino —que algunos, hay que reconocerlo, se empeñan desde hace algún tiempo en corregir— del extraordinario trabajo de Salas Subirat. Sería inadmisible que quien se abocase a una segunda traducción de Ulises al castellano pretendiese ignorar que existe ya la primera y tal parece haber sido la actitud del profesor Valverde, quien en las 46 páginas de su prólogo, rinde un elogio (justificado) a la versión del Retrato por Dámaso Alonso, pero no dice una palabra de la traducción de Salas Subirat, aunque cuando se comparan las dos versiones se entiende a menudo que las opciones de Valverde tienen como único justificativo la obsesión de no parecerse a la traducción anterior. Ningún traductor serio de Ulises puede ya ignorar que existen la primera y la segunda traducción (tal es el honesto principio adoptado por los autores de la tercera, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas, y semejante conocimiento implica que esas traducciones funcionarán siempre como referencias inevitables. Cuando apareció la de Valverde, en cambio, un clima de desdén justiciero daba a entender que la segunda traducción llegaba por fin para reparar la inepcia incalificable de la primera.
En Internet, que es la patria natural del dislate, entre varias aberracio-nes relativas a la primera versión de Ulises, se menciona también el colmo en la materia, producto de una vulgar operación comercial: la masacre que un tal Chamorro cometió en 1996, corrigiendo “hasta un 50%” de la versión de Salas Subirat, a la que acusa de caer, entre otras cosas,” ‘en localismos propios del habla porteña”, como si un inglés de Londres pretendiese traducir los localismos populares de Dublín que figuran a granel en el original de Joyce al habla de Oxford. De ese acto de piratería, 51 años después de la aparición del libro en Buenos Aires, hasta quien lo comenta favorablemente no puede dejar de observar que “es en cierto modo una reedición de la traducción de Salas”.
Un trabajo del escritor Eduardo Lago compara las tres verdaderas traducciones (el acto de vandalismo de Chamorro es juiciosamente descartado), sin otorgarle a ninguna de las tres la etiqueta de perfecta y definitiva, título por otra parte que sería temerario atribuirle a alguna traducción, por excelente que parezca. Con imparcialidad y minucia, comparando diferentes pasajes del texto, Lago verifica en los tres trabajos lo que ya podía observarse en los dos primeros, o sea que sus autores resolvieron con menor o mayor acierto las dificultades que se presentaban. El objetivo de una traducción no es exhibir la erudición de su autor, ni su conocimiento del idioma de origen, que son por cierto condiciones necesarias pero no suficientes para emprender el trabajo, sino incorporar un texto viviente a la lengua de llegada. Que cada época, así como cada área lingüística, requiera nuevas traducciones de textos clásicos, es evidente, pero el hecho no exige que sea obligatorio denigrar las anteriores.
José Salas Subirat no era ni catalán ni chileno como la vaguedad usual de cierto periodismo literario pretendió revelar más de una vez; nació en Buenos Aires el 23 de noviembre de 1900 y murió en Florida, una localidad bonaerense, el 29 de mayo de 1975. Está enterrado en el cementerio de Olivos. Fue autodidacta y trabajó, entre otras cosas, como agente de seguros, oficio sobre el que escribió un manual: El seguro de vida, teoría y práctica. Análisis de la venta, que publicó en 1944, es decir, un año antes de que saliera la traducción de Ulises. En los años cincuenta publicó libros de autoayuda, como La lucha por el éxito y El secreto de la concentración, y una Carta abierta sobre el existencialismo, que Santiago Rueda incluyó en su catálogo. Pero había I escrito novelas sociales y artículos en la prensa anarquista y socialista de los años treinta, y un libro de poemas, Señalero.
De su obra literaria, probablemente la traducción de Ulises sea la más perdurable realización. Pero sus libros de autoayuda y su tratado sobre la venta de seguros no resultan ni risibles ni indiferentes para quien ha leído a Joyce: Leopold Bloom hubiese podido escribirlos. El primer traductor de Ulises debe haber sentido lo que siente cada lector de verdadera literatura: que el libro que está leyendo habla sobre todo de él, del lector, y no de un mundo extranjero y lejano. Esa intensa revelación ha de haber sido el motor de su trabajo, que le permitió expresar su propia vida a través de un texto ajeno. Porque algo es seguro: dejando de lado las discusiones teóricas y técnicas sobre la traducción, es imposible no reconocer que el mundo de Ulises se parece más al de J. Salas Subirat que al de sus sucesores académicos.

Tras los pasos de Míster Bloom
MÁS DE 10.000 visitantes de todo el mundo recorrerán este miércoles 16 de junio, y vestidos de época, las calles de Dublín en homenaje a la jornada que viven los dos personajes de James Joyce, Leopoldo Bloom y Stephen Dedalus, en su mítica novela Ulises, inspirada en la epopeya homérica. Con más entusiasmo que en años anteriores, irán por calles, museos, pubes y restaurantes, y recordarán al Míster Bloom que degustó en Madrid también se ha unido al Bloomsday. El Círculo de Bellas Artes ha programado actos desde el pasado 2 de junio, día en el que Sanchís Sinisterra dirigió el último capítulo de Ulises, Molly Bloom. Hasta el 31 de julio expone la Sala Juana Mordó una muestra dedicada a la relación de James Joyce con España, con artículos, libros, correspon-dencia, fotografías y material audiovisual. El ciclo de cine Irlanda, Irlanda, que concluye mañana, proyecta a las 17.30, 19.45 y 22.00 Dublineses, de John Huston, e Innisfree, de José Guerín. El lunes 14 de junio se celebrarán las lecturas dramatizadas, Bloom a Day, dirigidas por Denis Rafter en las que actores españoles e irlandeses leerán fragmentos de Ulises. c. B .

Un siglo de modernidad (literaria)

El País “Babelia” (12/VI/04, pág. 13)
Considerada como uno de los pilares de la novela del siglo XX, por su renovación literaria en fondo y forma, Ulises se ha convertido en un mito para escritores y lectores. Inspirada en la epopeya homérica, cada primer acercamiento a esta obra se convierte en una experiencia memorable. Por Marta Pesarrodona

Hay obras que se parecen más a la historia de una literatura de un periodo determinado que, simplemente, a una obra singular, ya sea una novela, ya un ensayo, ya un libro de poemas. He leído en alguna parte y hace mucho tiempo que, allá por los años veinte, alguien de Revista de Occidente mandó un telegrama a otro de sus componentes, anunciándole: “Ya he leído La decadencia de Occidente”. Naturalmente, se refería a la hoy totalmente obsoleta, laus Deo, obra de Osvald Spengler, que causó furor y supuso un peligro en su momento. Este excurso en este año que vamos a celebrar cual irlandeses los cien años del 16 de junio en el que transcurre el gran monumento de la modernidad narrativa que es, sin duda, Ulises de James Joyce, o el día de Leopold Bloom, Bloomsday, el semiprotagonista de la novela, no me parece arriesgado creer que todos y cada uno recordamos cuándo y cómo leímos la obra (por no decir cómo le perdimos el miedo). Creo que Esther Tusquets (y no lo he cotejado con ella) la leyó un verano en la suiza alemana, a pequeñas dosis e, imagino, en la versión latinoamericana que no corría (era difícil encontrarla, como era difícil encontrar obras punteras) por España. En mi caso, Ulises está indefectiblemente unida a la figura de quien es su traductor español. Naturalmente, me refiero a José María Valverde y sitúo perfectamente el año: 1965. Fácil si-tuación si recordamos que fue el año en que expulsaron de la universidad española a Tierno Galván, García Calvo y, en especial, para Valverde, a Aranguren. Por solidaridad con Aranguren, su maestro, Valverde dimitió y sus alumnos (yo era oyente) de estética nos quedamos sin profesor de un curso que se titulaba La estética de Antonio Machado. ¿Qué relación puede tener Machado con Joyce? Muy fácil: como Valverde era un buen profesor no se limitaba al tema del enunciado y así, de repente, podíamos invertir una clase en una discusión acalorada sobre Ortega y Gasset o sobre cuál era el libro que más nos gustaba. Entre los diez alumnos oficiales y oyentes que asistíamos al susodicho seminario, ya no recuerdo por dónde iban los tiros. Sí recuerdo, en cambio, que a todos y cada uno de nosotros, al avanzar la obra de nuestra predilección, Valverde invariablemente nos preguntaba cuántas veces la habíamos leído. También, invariablemente, contestamos que una sola vez. Valverde nos descalificó individualmente: sólo se puede opinar con propiedad a partir de dos o más lecturas, consejo o mandato que aún hoy me aplico. Entre aquel reducido alumnado, nadie había leído Ulises, pero apareció la obra. El profesor, siguió siendo rotundo: para llegar a ciertas últimas consecuencias, había que conocer muy bien, naturalmente, la lengua inglesa (yo la desconocía, si exceptuaba algunos vocablos de las canciones de los Beatles), algo de gaélico irlandés, latín, griego y ya no recuerdo qué más. Por otra parte, era necesario tener una gran familiaridad con la Odisea homérica y con la historia de la literatura (Borges dixit) que es la Biblia. Esta historia de la literatura que los ibéricos por católicos siempre tardamos en familiarizarnos, por cierto. Llegados aquí, se podría creer que las enseñanzas valverdianas eran un seguro de vida para no leer Ulises. Pues, no. Como en un resquicio se le había escapado al profesor que, para los pobres ignorantes de la lengua inglesa, siempre teníamos la posibilidad de refugiarnos en la versión francesa, supervisada por el propio Joyce, cual Esther Tusquets pero en la Cataluña catalana, en vez de la suiza alemana, aquel verano emprendí la lectura capítulo a capítulo de la versión castellana publicada por Rueda y la francesa de Gallimard. A partir de los años setenta, ya emprendí su lectura en el original a medida que iba metafóricamente aprobando la asignatura inglesa que, para mí, ha sido totalmente autodidacta. Su lectura, la del Ulises joyciano, aún hoy, me parece uno de los esfuerzos más gratificantes, en el terreno literario, de mi vida. También, la obra del gran escultor que es el tiempo, me deparó ver cómo el profesor se doblaba de traductor y aparecía, precisamente, una versión española a cargo de Valverde (1976), versión muy criticada porque si algo hacemos en este país es criticar, en la editorial Lumen, entonces, de Esther Tusquets. El cartero, incluso el literario, siempre llama dos veces y por fortuna el propio Valverde pudo revisar su versión a la luz del texto corregido por Hans Walter Gabler (1986). Al mismo tiempo, aparecía una espléndida versión catalana de Joaquim Mallafré (1980), quien, creo, también ha revisado su versión en sucesivas ediciones. Cuando, por fin, aterricé de nuevo en Ulises, después de Dublineses (atención: Guillermo Cabrera Infante), Retrato del artista (atención: Dámaso Alonso), etcétera, y sin olvidar Exiliados ni los poemas —¿podría Joyce haber escrito su prosa sin ser un poeta que pesa palabra a palabra?—, las cartas ni los ensayos joycianos (incidentalmente: Joyce no ha tenido suerte con sus biógrafos, ni siquiera con Richard Ellmann, o éste es mi punto de vista). Hoy por hoy, me confieso aún en el camino de perfección, que diría un jesuíta, del Finnegans Wake. Pero, en realidad, estamos en junio, y alguien, como Gabriel Ferrater, puede decidir casarse en el Gibraltar aún no español el día 16. Lo ideal, naturalmente, sería aterrizar en Dublín, una ciudad de la que Joyce estaba harto y más harto y la consideraba una ciudad que personificaba el fracaso, el rencor y de la que uno (él) debía huir, como fue el caso. En Dublín —ciudad que adoro, por cierto—, un recorrido posible —tengamos en cuenta que el día dura más de seiscientas páginas, lo que da para muchos recorridos—, después de un desayuno visceral, preferentemente ríñones de cordero a la parrilla, que dan al paladar “un sutil sabor de orina leve-mente olorosa” (capítulo 4), a partir del obelisco Nelson hay que atravesar el río Liffey por el puente O’Connell, pasar junto a una de las universidades medievales del área anglosajona (las otras son Cambridge, Oxford, en Inglaterra, y St. Andrews, en Escocia), es decir, Trinity College, seguir por The Castle, que hoy alberga el Gran Libro de Irlanda, con un papel extraído de uno de los árboles de la casa en Sligo de W. B. Yeats, para llegar al medio día, tomar una copa de borgoña en el pub Davy Byrne de Duke Street. Por la tarde, una pinta de cerveza en el hotel Ormond, donde la camareras tentaron a Leopold Bloom en el capítulo de las sirenas, así como un paso por el Museo nacional, donde, si no recuerdo mal hay abundante obra del padre y hermano, Jack, de Yeats, y la Biblioteca Nacional, donde Stephen Dédalus departe con Shakespeare y, en especial, con Hamlet, lo que dio, en su momento, una gran vía de inspiración teórica a otro Bloom, Harold Bloom, para su Canon Occidental. En su defecto, siempre cabe la posibilidad de descolgarse por Zúrich otra ciudad que adoro— y desayunar las visceras bloomianas en el James Joyce Pub de Pelikanstrasse trasladado madera a madera desde Dublín). Para rematarlo, no estaría mal a media tarde —siempre en Zúrich— pasarse por el cementerio le Fluntern, donde un Joyce algo burlón, pétreo, sentado y con un cigarrillo en la mano, siempre tengo impresión que dialoga con su vecino: Elias Canetti. Pero, en el mejor de los casos, y sin los engorros esperas interminables en los aeropuertos o congestiones letales en as autopistas, siempre podemos quedarnos en el Moratalaz madrileño o en la Barceloneta de Barcelona, con un ejemplar de Ulises, y agradecer a Joyce la radical libertad expresiva que nos legó con su obra. Así que han pasado cien años de aquel 16 de junio de 1904.

Pobre Joyce

ABC. “Alfa y Omega”. “Televisión” 30/IX/04, p. 30.

Javier Alonso Sandoica

La 2, de TVE tiene por costumbre ofrecernos semanalmente unos trabajos monográficos bajo el título de La noche temática. Hace poco pudimos ver un reportaje sobre el escritor irlandés James Joyce. Confieso que siento una extrema debilidad por Joyce, al tiempo que una pena primitiva e indefinida. Cuando llega el 16 de Junio de cada año, los irlandeses salen a la calle, ataviados con trajes de época, para festejar el Bloomsday, el día del protagonista de Ulises, su obra más reconocida . Este año celebramos el centenario de aquella jornada que se diluye y trasnocha en cerca de 900 páginas. Pero en el reportaje de televisión vimos a un Joyce de barraca de feria, representado en cientos de artistas callejeros que se sirven de la onomástica para recitar por la calle, delante de turistas y viandantes perplejos, algunos pasajes de la obra. Había un propósito en el director del reportajede hablarnos sólo de la epidermis del hombre que abandonó deliberadamente la fe católica que recibió de sus mayores, para consagrarse como hombre de letras. “No volveré a servir—dijo el escritor irlandés–ni a mi hogar, ni a mi familia ni a la Iglesia. Y procuraré expresar mi vida como artista, tan libre como pueda, usando en mi defensa las únicas armas que me puedo permitir usar: el silencio y el exilio”. Efectivamente, Joyce vivió un exilio interior de por vida, y también la soledad, y alcanzó un puerto al que nunca pudo arribar con comodidad. Esto es algo de lo que no se nos hablaba en el reportaje, y que es prioritario para conocer las claves de su literatura. Si pudo desentenderse de palabra de la fe de sus mayores, no así pudo sacársela fácilmente del corazón, por eso en sus obras hay siempre nostalgia de la fe abandonada, como la reminiscencia permanente de un amor perdido. En Retrato del artista adolescente, hay tanto arrojo de melacolía, que el mismísimo Thomas Merton, después de leerla detenidamente, decidió convertirse a la fe católica. Joyce llegó a sentir el hastío de la compañía del hombre. “Nadie vale nada—dice en Ulises–, vean comer a las fieras, ¡hombres!, ¡hombres!, ¡hombres! Siento como si me hubieran comido y vomitado”. Todo este dolor escondido en Joyce, que provino de aquel non serviam primero, y que le condujo a una mayúscula misantropía, quedó eclipsado en La noche temática. Eso sí, vimos mucho recitado de Ulises y mucho revuelo en la capital irlandesa, ciudad que ha utilizado el nombre de su autor como atractivo turístico.