Los grados de la dificultad

SANTOS SANZ VILLANUEVA

El de James Joyce (1882-1941) es uno de los nombres más importantes e influyentes de la literatura contemporánea. Más citado y reverenciado que leído de verdad, se le considera entre los fundadores de las nuevas letras del siglo XX. Su obra capital, Ulises (1927), representa para la renovación de la novela en la pasada centuria algo así como lo que supuso El Quijote para la fundación del género.

Empezó Joyce con narraciones tradicionales y de aspecto bastante sencillo y no con relatos muy intrincados. Su primer libro, Dublineses (1914), parece un conjunto de estampas costumbristas y críticas sobre la vida de su ciudad irlandesa. El siguiente, Retrato del artista adolescente (1916), resulta de comprensión bastante directa.

No es que más tarde y de repente Joyce diera un giro radical a su manera de escribir. Los cuentos reunidos en Dublineses tienen una organización muy pensada, representan simbólicamente la propia vida humana y la crítica ha demostrado que su arquitectura se basa ya en la Odisea de Homero.

Tampoco el Retrato del artista adolescente puede tomarse como una simple autobiografía. En él Joyce tuvo la intuición de uno de los rasgos de la modernidad, muy presente en nuestros días: el artista, adolescente o no, tiene que hablar del artista; su dedicación, el trabajo que lleva a serlo, es un motivo a tratar en la obra. Además, el libro está lleno de refinadas anotaciones estéticas que, por otra parte, se aplican a su propia escritura y sirven para entenderla.

La primera gran dificultad llega con Ulises, una obra de cerca de mil páginas intrincadas donde un día en la vida del antihéroe Bloom, y en las que reaparece el protagonista de la anterior, Dedalus, penetran en la vida humana en su totalidad con una prodigiosa variedad de estilos. El monólogo mental, hoy de uso corriente, es un artificio brillante y eficaz para descubrir la conciencia de los personajes.

Con Finnegan’s Wake llega el rebuscamiento extremo, el último grado en la manipulación y casi destrucción del lenguaje. El juego verbal aunque busque una expresividad inédita se queda en un artificio ininteligible. Incluso en su lengua inglesa se han necesitado versiones o traducciones que ayuden a comprender lo que dice.

¿Cuántas personas en todo el mundo han leído entera esta incomprensible novela? ¿Merece la pena ese esfuerzo algo masoquista? Muchos hemos repasado algún fragmento sólo por la curiosidad que despierta lo raro y arriesgado.

El libro para comprender a Joyce
NORA
Brenda Maddox
Traducción de Roser Berdagué
Debolsillo. Barcelona, 2001
776 páginas. 1.375 pesetas

FRANCISCO PEREGIL

El 10 de junio de 1904 un James Joyce de 22 años, delgado, ojos miopes azul claro, vio por la calle a una muchacha alta, pelirroja, de ojos azul oscuro, y le tiró los tejos. Joyce estaba considerado ya una firme promesa en el mundo de las letras, y hasta él mismo no se esforzaba en bajar su voz de tenor cuando afirmaba que iba a ser el mejor de todos los escritores irlandeses, el hombre que cambiaría para siempre la historia de la literatura en su país. Estaba convencido de que era un genio. La mujer a quien abordó trabajaba de asistenta en un hotel. Se llamaba Nora. Tenía 20 años. Había ido a la escuela en un convento de monjas sólo desde los 5 a los 12 años, y había repetido dos veces cuarto curso. Él le pidió salir una noche y ella prometió que acudiría. Pero faltó a la cita. Él le escribió una breve carta en la que le insistía en salir. Y esta vez, ella aceptó. Fueron más allá del puerto y los muelles, a una zona desierta y… “para grata sorpresa de Joyce, Nora le desabrochó los pantalones, introdujo en ellos la mano, le apartó la camisa y, procediendo con cierta pericia (según él mismo precisaría más adelante), hizo de él un hombre”.
Los dos habían tenido padres borrachos, los dos se habían quedado sin madres, los dos eran alegres, sardónicos y tenían la risa fácil. Cuatro meses después Joyce le pidió que se fuera con él a Europa, que fuera su amante para toda la vida, que nunca pensara en casarse, porque él renegaba de la Iglesia, y ella lo dejó todo por él. Se marcharon de Dublín a Trieste, empezaron a hablar italiano en la intimidad, vivieron amancebados durante 27 años, se casaron por lo civil en 1931 y sólo los separó la muerte.
Nora no vacilaba en decir polla en vez de pene, fumaba, no entendía ni leía apenas los escritos de Joyce, disfrutaba con los juegos sexuales y escatológicos que el novelista le proponía y supo conservar el humor junto a un hombre “cuyas obsesiones fueron fatales para muchas de sus amistades y, al parecer, incluso para sus hijos”.
El hombre que con más descaro se atrevió a navegar en el alma, en el subconsciente del ser humano, no iba a dejar que su Nora dejara de relatarle el más mínimo detalle sobre sus recuerdos, sus sueños, sus anhelos, sus frustraciones. El producto de todo eso, pasado por el tamiz de miles de horas de investigación, es este libro que se publicó por primera vez en 1988 y se ha reeditado ahora a raíz de la película del mismo título que se estrenó el año pasado en el Reino Unido.
Gracias al viejo vicio de guardar las cartas, los más recónditos detalles de la relación entre Joyce y Nora, salen a la luz, su correspondencia furtiva, las llamadas “cartas sucias”, todo… o casi todo. A veces, el lector respetuoso de las intimidades ajenas se preguntará: ¿pero, qué hago yo leyendo este libro que deja en pañales a las ñoñerías de programas como Gran Hermano? Y el amante de la literatura contemporánea se dirá: ¿cómo no habré leído has-ta ahora algo tan necesario para entender uno de los libros más complejos de la literatura contemporánea? Porque Nora es mucho más que una historia de amor.
“Sé y entiendo que si en el futuro tengo que escribir algo bello y noble tan sólo lo haré prestando oídos a las puertas de tu corazón”. Hasta tal punto prestó oído Joyce al corazón de su amada que, tremendamente celoso como era, no dudó en pedirle a Nora que se acostara con otro hombre, para saber qué cosa era eso del adulterio (“la imaginación es memoria”) y poder reflejarlo en el Ulises. Pero Nora no se dejaba manipular ni por Joyce ni por nadie. No era ni mucho menos la esposa del artista William Blake, a la que Joyce describió en una conferencia: “Como muchos hombres geniales, Blake no se sentía atraído por las mujeres cultas y refinadas. Prefería (si me permiten utilizar una expresión común en la jerga teatral) la mujer sencilla, de mentalidad imprecisa y sensual o, en su ilimitado egoísmo, aspiraba aque el espíritu de su amada fuera una lenta y dolorosa creación suya para así liberary purificar ante sus ojos al demonio (según él lo llama) escondido en la nube. Cualquiera sea la verdad, el hecho es que la señora Blake no era ni muy bella ni muy inteligente. De hecho, era analfabeta, y al poeta le costó grandes esfuerzos enseñarle a leer y escribir. Hasta tal punto lo consiguió que al cabo de pocos años su esposa lo ayudaba en sus grabados, retocaba sus dibujos y cultivaba sus propias facultades imaginativas”.
Por cierto que en esta edición de 776 páginas (61 de las cuales contienen notas aclaratorias y bibliografla) se comete el descuido de no aportar un índice con los títulos de los 20 capítulos, cosa que no sucede en la edición inglesa de Penguin Books, donde no sólo se aporta un índice, sino que en la cabecera de cada página impar aparece el título del capítulo correspondiente, con lo que la consulta de notas se facilita enormemente.