Ochenta años después

Yo apenas conocía a James Joyce. Su nombre para mí era una torpe sucesión de fonemas atribuidos a un hombre aburrido que había escrito libros difíciles. No obstante, como no se puede juzgar a un libro por su portada, decidí acercarme a este intrigante personaje para formarme mi propia opinión.

Conocer a alguien implica paciencia y tiempo. Mi abuelo solía decir que no se podía llegar a conocer a una persona hasta que te hubieses comido un saco de sal con ella. Y en el caso de Joyce, eso solo se descubre comiendo con él. El Ulises, por ejemplo, es también un saco de 267.000 palabras, que aunque parezca soso, nos enseña algo sobre la sal de la vida. Así, poquito a poco, me fui haciendo una idea de quién era este curioso individuo capaz de describir el pensamiento más elevado mientras uno de sus personajes pega un moco en una roca.

Por contar lo incomunicable y darle voz a una realidad muda, sesenta años después de su muerte seguimos entrando en contacto con Joyce -y con nosotros mismos- desmenuzando y digiriendo palabras de una época pretérita, que son todavía antídoto frente al olvido.

María Benages

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