Aniversario 1991

Aniversario del creador de Ulises

El País, domingo 13 de enero de 1991, “La cultura” págs. 20-21.

El 13 de enero de 1941 fallecía en un hospital de Zúrich el escritor irlandés en lengua inglesa James Joyce (1882-1941), uno de los autores más influyentes de la literatura contemporánea. En estas páginas se analiza cómo a través de sus libros más conocidos, como Ulises, El retrato del artista adolescente, Dublineses y Finnegans Wake, el escritor rompe con la tradición literaria del siglo XIX y realiza una exploración psicológica, desde una personalidad compleja a través de unos procedimientos narrativos que revolucionaron la escritura de su época.

James Joyce, 50 años después

Anthony Burgess
Joyce escribió gran parte de su obra maestra, Ulises, en Zúrich  durante la Primera Guerra Mundial, y murió en Zúrich en la Segunda Guerra Mundial. A él y a su familia no les había sido fácil pasar de la Francia ocupada por los nazis a ese lugar de refugio neutral. Aunque oficialmente eran ciudadanos de la República independiente de Irlanda, tenían pasaporte británico. De hecho, Stephen, el nieto de James Joyce, a pesar de casi no conocer Gran Bretaña, todavía sigue esa tradición familiar. El 16 de Junio de 1982, durante la conmemoración del centenario del nacimiento de Joyce, Dublín, su ciudad natal, organizó ciertos actos, sin demasiado entusiasmo, destinado al más grande de sus hijos literarios—una placa aquí, un busto allá, pero a Irlanda nunca le gustó. Sus editores estaban en Londres, su protectora, Harriet Shaw Weaver, era inglesa de confesión cuáquera. Joyce glorificó la lengua inglesa en sus primeros libros, y en el último,  a decir de algunos, se dedicó a destruirla. ¿A qué país pertenece realmente? Dejó Dublín con su mujer de Galway, Nora Barnacle en 1904, y vivió en Trieste, Zúrich y París. Era un exiliado por naturaleza–Exiliados es el título de su única obra de teatro–, y ha de ser considerado como un escritor internacional, porque llegó a todos los países (con excepción de la extraña cuestión del pasaporte británico). Sin embargo, tiene un único tema, bastante limitado–. Todos sus libros son sobre Dublín.
Se puede visitar Dublín, como hacemos algunos, y buscar el espíritu del joven Joyce—pobre, desmañado, miope, intensamente literario y ya polígloto–,pero la ciudad que él conoció ya no existe. Fue una de las ciudades más hermosas de Europa. a pesar de su gran población de barrios bajos, pero los expertos en demolición la están arrasando. Con sus bloques de oficinas, comercios y discotecas, es como cualquier otra ciudad europea. Su población sobrepasa el millón y las firmas de electrónica japonesa proporcionan los empleos. Pero sigue siendo una ciudad bebedora, donde la verdadera vida se hace en los bares, con su Guinness, whisky y fantástica conversación. Los hombres están demasiado borrachos para interesarse por el sexo. Se define al homosexual de Dublín como el hombre que prefiere que las mujeres beban.

Dublín
El Dublín enmarcado en los libros de Joyce, por tanto, está tan muerto como el Londres de Oliver Twist o el Madrid de Torquemada. El libro de relatos titulado Dublineses muestra cómo era la ciudad en 1904—moral y sexualmente paralizada, pero socialmente bulliciosa, llena de conversación y bebida–. La ciudad  sigue en su sitio en el Retrato del artista adolescente, aunque centrada en el desarrollo de un espíritu joven que intenta volar contra las redes impuestas por la religión, la familia y el nacionalismo que rechaza el vasallaje al imperio Británico. Ulises, una de las novelas más influyentes de nuestro siglo, trata de un Dublín transformado en ciudad arquetipo, y su personaje centrales el ciudadano arquetipo.  Leopoldo Bloom no es un dublinés típico. Es medio judío. Los dublineses niegan pro la memoria de sus padres que hubiera tantos judíos en su católica ciudad. Los había, pero había muchos más en Trieste, donde Joyce empezó a escribir el libro. Combinar las imágenes de ese puerto adriático con las del mar de Irlanda es resaltar la naturaleza cosmopolita de la visión de Joyce. Escribe sobre la condición de todas las ciudades modernas. Blom es todos los hombres modernos.
No es, sin embrgo, la cuestión temática del Ulises lo que lo hace distinto. El argumento es escaso. Bloom, que ha perdido a su hijo, encuentra un hijo adoptivo en el joven poeta Stephen Dedalus—el protagonista de Retrato del artista y una versión casi sin subterfugios del propio Joyce–. Molly, la esposa de Bloom, comete adulterio, pero está deseando la llegada a casa de Stephen—como hijo, redentor y, probablemente, amante–. El libro trata de la necesidad recíproca que tienen las personas, en la estructura menor de la familia y en la más amplia de laciudad. Ese sencillo tema se universaliza por la imposición de un mito intemporal, el del errante Odiseo en busca de su reino insular. Bloom es Odiseo o Ulises. Sus bastante triviales vivencias de un día en Dublín—el 16 de junio de 1904—se transforman en un paralelo cómico del personaje de Homero, y, a su vez, adoptan varias formas de resaltar el paralelismo con el clásico, sobre todo a través del estilo y del lenguaje.
Así, Bloom encuentra en un bar de Dublín a un nacionalista irlandés llamdo El Ciudadano. Su paralelo homérico es el cíclope. Eso sugiere un estilo literario conocido como gigantismo, en el cual el lenguaje es inflado inconscentemente. Se exagera todo, a la manera de la retórica demagógica o de la verborrea seudocientífica. Es el capítulo en el que Bloom visita un hospital de maternidad para preguntar por el parto de una amiga de su esposa, la señora Purefoy, el paralelo homérico es la matanza de los compañeros de Odiseo por los toros el Sol, que son la representación de la fertilidad, y los estudiantes dublineses de medicina blasfeman contra la fertilidad al glorificar la “copulación sin población”. La estructura del capítulo imita el desarrollo del feto en el útero. La semilla masculina fertiliza al femenino latín; tenemos una historia completa de la lengua inglesa siguiendo el progreso de su literatura, con Joyce como oficiante mayor.
El estilo resulta más importante que el contenido, pero la intensa concentración en el lenguaje permite a Joyce llegar a los límites de la mente humana que antes eran inasequibles para el novelista. El lenguaje no sólo es complejo, sino también de una claridad sin precedentes: abundan las alusiones sexuales y se utilizan palabras que, en el año de la publicación (1922) y en los 40 años posteriores, eran oficialmente tabú. Ese es el motivo de que Ulises hubiera estado prohibido y de que Joyce, injustamente, hubiera sido tachado de tratante  de obscenidades y pornografía.

Fantasía
El Ulises, usando la técnica del monólogo interior para descubrir los pensamientos y sentimientos más íntimos de sus personajes—de una forma presintética y casi preverbal, llevó al límite el examen de la fantasía de la conciencia humana, Joyce tenía sólo 40 años cuando se publicó el libro, y la cuestión era evidente: ¿qué podía hacer, después de haber llegado tan lejos, con el resto de su vida creativa? De hecho, no le quedaban de ella más que 19 años, y fueron totalmente ocupados por la composición de una increíblemente densa y difícil pseudonovela titualda Finnegans Wake.  Después de haber tratado la mente consciente, Joyce tenía que sumergirse ahora en las profundidades del mundo onírico. El Finnegans Wake es el realto del sueño de una noche. El durmiente y soñador Humphrey Chimpden Earwicker, es el humilde dueño de un bar de Chapelizod, un barrio de Dublín, pero en su manifestación paternal se convierte en la totalidad de la humanidad masculina, desde Adán hasta el propio Joyce, en tanto que su mujer, Ann, es todas las madres, su hija Izzy es todas las tentadoras (Eva, Dalila, lady Hamilton) y sus hijos gemelos, Kevin y Jerry, son todos los rivales masculinos enfrentados, desde Caín y Abel hasta Napoleón y Wellington y posteriores.
El lenguaje es el de los sueños, oniroglota. Lo mismo que el tiempo y el espcacio se disuelven en los sueños, también las palabras, a través de las cuales vemos el continuo espacio-tiempo, han de distorsionarse para que el significado no se trastoque, sinoq ue se haga ambiguo. La ambigüedad tiene la naturaleza de los sueños. Joyce sabía que las técnicas de interpretación de Freud y Jung no eran suficientes. Un invención como cropes es una fusión de crops (cosechas) y corpse (cadáver), de forma que quedan unificadas las ideas opuestas de la vida naciendo de la tierra y del cuerpo muerto sepultado en ella. La acción del sueño tiene lugar en 1132, un año puramente simbólico en el cual 11 significa la resurrección, después de haber contado hasta 10 con los dedos, hay que empezar de nuevo) y 32 es la caída (los cuerpos que caen lo hacen a una velocidad de 32 pies por segundo). “The abnihilisation of the otym” significa tanto la desintegración del átomo como la recreación del significado (griego, etymon) a partir de la nada (ab nihilo).

Manifiesto vital
Para abreviar, la obra es simplemente un intento de reconciliar opuestos, de afirmar la vida, de insistir en que nada muere. Es más que una novela, es una especie de manifiesto vital. Es tentador ver en eso al James Joyce católico, que estuvo a punto de ingresar en la orden de los jesuitas, pero que cambió un tipo de sacerdocio por otro: el del arte, en el cual el oscuro pan de la vida diaria se convierte en la hostia eucarística de la belleza intemporal. Pero Joyce había dejado la Iglesia, negado a su esposa un matrimonio católico y privado a sus hijos de la bendición del bautismo. Había perdido su fe religiosa y nunca deseó recuperarla, pero el ambiente de su obra es católico europeo—más próximo a Dante que a Goethe o incluso a su ídolo Ibsen–. Como medio judío agnóstico, a Bloom sólo le interesa la religión como fuerza de conexión social, pero su esposa Molly, nacida en Gibraltar, conoce el catolicismo en sus aspectos mediterráneo y puritano de Norte, y reza a una especie de Dios fanciscano. Stephen Dedalus parece no haber llegado a recuperarse del espantoso sermón sobre el infierno que se predica en el Retrato, y es visitado por su madre muerta, que lo conmina a arrepentirse.  A pesar del gran número de profesores ateos especializados en Joyce, proablemente sea cierto que sólamente un católico, creyente o apóstata, puede comprender plenamente a Joyce.  Pero conmemoramos el cincuentenario de su muerte,–como celebraríamos, más pródigamente, el centenario de su muerte—con un espíritu puramente literario. Vivimos en la llamada era posmoderna, pero seguimos siendo los herederos del modernismo, y Joyce, junto con Pound y Elliot, dejaron perfectamente claro lo que es el modernismo. El modernismo, desde un punto de vista lingüístico, es el empleo de un vocabualrio que hace sonar las campanas de lo coloquial, de lo tradicionalmente poético y de la nueva tecnología. Está implicado en la exactitud del lenguaje, pero sabe que la naturaleza del lenguaje es transportar una carga de ambigüedad aprovechable. El modernismo es honesto y enemigo de fórmulas filosóficas para salvar el mundo. Es extrapolítico y muy escéptico, tanto en lo que respecta al totalitarsimo como al populismo. Es difícil, lo mismo que Joyce es difícil, porque trata de ver la humanidad como una complejidad que sólamente los políticos, curas y novelistas de éxito en ventas, se niegan a ver de una forma más sencilla. La dificultad de Finnegans Wake es inmensa precisamente por la humanidad de su tema sujeto. El modernismo se atrevió a profundizar, pero a los hombres y mujeres normales les asusta ese coraje; quizá pueda destapar cosas que sea mas conveniente ignorar.
En este resumen de los logros de Joyce se ignora una cualidad que debe considerarse como preponderantemente vital: su humor. A pesar del tremendismo de Dostoievski, de la visión trágica de Dreiser y de la implacable violencia de tantísimas grandes obras contemporáneas, la novela de todos los tiempos, Don Quijote, es una gran comedia y Joyce aprendió de ella más de lo que estaba dispuesto a dmitir.  El Ulises invierte al situación haciendo que el protagonsita sea una especie de Sancho Panza y poniendo en segundo lugar, o posición filial, a una especie de Don Quijote. Cuando  Leopold Bloom y Stephen Dedalus caminan juntos después de medianoche  por un Dublín desierto, vemos una figura alta y delgada y otra más baja y gruesa. Bloom sabe más que Sancho, pero su sabiduría es del estilo de la de Sancho, expresada en proverbios triviales; Stephen es el poético soñador que necesita el sentido común de su padre adoptivo. No obstante, subsisten en una realción cómica y están apoyados, o más bien enfrentados, por un numeroso reparto de prersonajes cómicos. El Ulises es uno de esos extraños libros que nos hacen reír a carcajadas. El Finnegans Wake también está lleno de carcajadas, con un lenguaje basado en las posibilidades cómicas el inglés. El inglés se puede considerar como una lengua cómica por contener elementos irreconciliables—germánicos y latinos—perpetuamente enfrentados. Traduzcamos el Finnegans Wake al español y ese elemento cómico desaparecerá. El milagro está en que, aunque Joyce explotó al límite las posisbilidades, e imposibilidades, del inglés, sigue siendo un escritor europeo. Está amamantado en inglés, pero se eleva por encima de él.

Dickens
Al igual que todos los grandes novelistas, de alguna forma consigue subsistir fuera de su medio literario. Don Quijote y Sancho Panza cabalgan alrededor de la plaza de toros de Valladolid en 1605 y siguen haciéndolo en los desfiles de carnaval suramericanos.  Los personajes de Charles Dickens son reconocidos incluso por los analfabetos. Leopold Bloom, Molly Bloom, Stepehen Dedalus y Humphrey Chimpden Earwicker pertenecen a ese orden clásico. Son tan grandes que se pueden someter a todo tipo de excentricidad estilística o juego lingüístico y seguir brillando plenos, tridimensionales, desesperadamente vivos. Es una época en que tantos de nuestros escritores son pesimistas, es bueno celebrar a uno que tomó partido por la vida.

Traducción: Leopoldo Rodríguez Regueira.

El baúl de Joyce

Javier Figuero
Es difícil creer que al propio Joyce se le escapara la oportunidad del juego, y que fuese, sin más, su testaferro, Paul Leon, quien conjurase el capricho. En todo caso, hoy, a los 50 años de su muerte, se procederá en la Biblioteca Nacional de Dublín a la solemne apertura del baúl que guarda todavía sus últimos y secretos manuscritos. Pendiente de tal fecha, la numerosa feligresía de la devota comunidad joyciana contiene el talento a sabiendas de que la revelación puede determinar otra fecha iniciática entre las que reverencian ya su talento: como el 2 de febrero de los cumpleaños, en el que el supersticioso escritor gustaba publicar sus libros, o como el 16 de junio, aniversario de la primera cita con Nora, en que principia el periplo de Ulises, la gran aventura literaria.
El 13 de enero de 1941, James Joyce, que había huido del invasor alemán que se apodera de París, perece en Zúrich. En la capital francesa, su amigo, el abogado ruso Paul Leon, consigue, sin embargo, hacerse con documentos personales que, a través del embajador irlandés, Count O’Kelly, llegan a Dublín en un baúl que debe permanecer cerrado hasta medio siglo después de la desaparición del creador. Paul Leon rinde pronto a la muerte su condición de judío en un campo de concentración, y, falto de referencias testimoniales, el legado cobra valor de tesoro.
En estos días, Dublín concita de nuevo la atención religiosa de  esa comunidad literaria que ha hecho de Joyce su profeta. Apenas un par de semanas que ostenta la titularidad como ciudad cultural de  Europa y ya este golpe de efecto que se magnificará en octubre, cuando, luego de microfilmado, los estudiosos podrán realmente disponer del material sobre el que apenas se atreven a especular ahora. Davis Norris, un senador dublinés respetado tanto por su valiente defensa de los derechos de los homosexuales como por su conocimiento de Joyce, ha advertido contra el mal del optimismo: “Bien pudiera haber sólo tres postales o las cartas que aclaren determinados aspectos de su complicada vida familiar, como los documentos que iluminen nada menos que el proceso de creación del FinnegansWake”.

Artistas y lectores

José María Guelbenzu

“Cesa de llover: cae la última gota en la Rue de l’Odeon”. Así comienza el mágico prólogo de Antonio Marichalar a la primera edición española  (1926) del Retrato del artista adolescente, o, como entonces fue su título exacto, El artista  adolescente (retrato), por James Joyce. En su Rolls Royce, la duquesa más elegante de París acude a Shakespeare and Company a comprar un ejemplar de Ulysses, pero también se cuenta que hubo estudiante que pasó cuatro días en cama y sin comer para adquirirlo… La evocación de Marichalar tiene ese aura literaria y fantástica que emana de los descubrimientos esplendorosos, de las revelaciones iniciáticas.
Yo mismo me privé hasta de mi tabaco diario por un mes en mi afán por reunir el dinero del precio de un ejemplar de Ulises en la edición americana de Rueda, pero el Retrato… El Retrato fue el espejo, el reconocimiento de una decisión que unos cuantos adolescentes tomamos al comienzo de los años sesenta, con mejor o peor fortuna pero con idéntica resolución, de consagrar la vida al arte de narrar o morir en el empeño.

Dedalus
En la guarda de su libro de Geografía, el héroe, el artista adolescente, ha escrito de su puño y letra su nombre y su residencia: “Stephen Dedalus. Clase de Naciones. Colegio de Conglowes Wood. Sallins. Condado de Kildare. Irlanda. Europa. El Mundo. El Universo”.
¿Quién podía resistirse a aceptar este reto? A los 17 o 18 años, en un “país de todos los demonios, donde el mal gobierno, la pobreza, no son, sin más, pobreza y mal gobierno, sino un estado místico del hombre”, como decía Jaime Gil, ¿Qué otra clase de afirmación hubiéramos comprado por el precio de una vida? Esas guardas del libro de Dedalus nos redimían, si queríamos, de un camino humillante por los ámbitos ateridos de un colegio, de una sensibilidad maltratada y despreciada, de un afán de libertad enfebrecido y también seco.

Experiencias
Ésa fue, en efecto, la primera lectura. Recuerdo ese pasar de páginas que relatan los ejercicios espirituales del padre Cullen y su asombro sin límites al comprobar la perfecta similitud con nuestras propias experiencias; recuerdo esos paseos idénticos a los paseos discursivos de Stephen Dedalus con Lynch o Cronly; recuerdo la envidia y la excitación ante esas páginas finales en forma de diario que anteceden a su salida del país natal (Abril 16. ¡partir! ¡Partir!)
Creo que ese fue, en aquellos años, el libro más excitante para cualquiera de los jóvenes dispuestos a tomar el primer tren que los condujera al Mundo y quién sabe si al Universo. O aún más lejos: a París.
Pero el buen lector no es el que se identifica con el héroe, sino el que posee la sensibilidad e imaginación que necesita todo buen texto para respirar. Al Retrato, que de tal manera iluminó los deseos oscuros de tantos aspirantes a escritor, o tan sólo a una vida distinta y apasionada, le ha ocurrido en cierto modo lo que Harry Levin dice del propio Joyce respecto a su alejamiento de la fe: “Que perdió su religión, pero conservó sus categorías”. Lo que es una  aguda descripción de la educación y el talante del autor, en este caso deberíamos aplicarlo más bien a un libro de culto que cuando pierde, con el tiempo, su ritual iniciático, conserva y acrecienta sus categorías de satisfacción artística.

Arte
El arte, en lo que tiene de imaginación, de libertad, de memoria, de sensibilidad… ha latido en cada uno de los lectores del Retrato consciente o inconscientemente, porque está ahí como una llamada a la que es difícil sustraerse. Por su propio asunto, este libro ha despertado en todo lector un deseo, aunque fuera como un suspiro, de entregarse al arte, naturalmente en muy pocos lectores se ha cumplido esa aspiración a creadores, pero yo me pregunto en cuántos se habrá cumplido como lectores.
Por decirlo de otro modo: creo que casi ningún lector del Retrato sigue siendo pasivo al término de su lectura. Creo que aun aquellos que tienden a la actitud perezosa y menor de identificarse con el héroe, no pueden dejar de percibir en este libro un algo que, incluso por la vía de la identificación, penetra en ellos haciéndoles sentir que la percepción del arte es más, que la percepción del arte también es artística para el perceptor y que si éste quiere mantener esa lámpara encendida, alumbrará de modo distinto el trayecto de sus posteriores lecturas.
Cuando solicito a un lector que emplee sus sentido artístico para leer estoy pidiéndole que sea un artista de la lectura, tratando de explicarle que ése es el placer supremo e incomparable del lector.
Pues bien, el Retrato del artista adolescente posee de modo casi mágico la cualidad de ser una puerta de acceso a tal estado. Es como ese momento en que “cesa de llover, cae la última gota en la Rue de l’Odeon”, se abren las nubes y la calle desnuda y distraída se llena de luz, de gente, de actividad y satisfacción.


El País, lunes 4 de enero de 1991, “La cultura” pág. 22.

El escritor irlandés en lengua  inglesa James Joyce (Rathgar, Dublín, 1882-Zúrich, 1941), uno de los autores más influyentes de la literatura contemporánea, falleció el 13 de enero de 1941 en una clínica de Zúrich. En esta página se continúa el análisis—comenzado ayer—sobre las repercusiones de la obra del autor de Ulises, El retrato del artista adolescente, Dublineses y Finnegans Wake, entre sus libros más conocidos. En su obras a parece una Irlanda personal y una Europa en donde se movilizan las vanguardias artísticas. James Joyce fue un escritor propiamente del siglo XX y un revolucionario de la narración literaria, cuyo legado completo está todavía por descubrir.

James Joyce, una víctima del lenguaje

José María Valverde
Hace 50 años  moría James Joyce en Zúrich, en la tercera de sus estancias en esa ciudad—aparte de algunas  visitas rápidas para intentar remediar sus pobres ojos–: la primera vez en 1904, había llegado de Dublín con su compañera, Nora, en busca de un empleo de profesor de inglés que sólo encontraría en Trieste y acogerse a la neutralidad suiza en Zúrich, teniendo en cuenta que su mala vista y su condición de padre de familia; al fin, en 1940, llegó hasta allí desde París, ante la invasión alemana.
Si tras la Primera Guerra Mundial a alguien que le preguntaba cómo le había ido en ese tiempo, Joyce se limitó a contestar: “Ah, sí, he oído decir que ha habido una guerra mundial por ahí, la segunda—según dicen—le pareció una perversa conjuración  general para que la gente no leyera su recién publicado Finnegans Wake. Semejante boutade podría tomarse como un sarcasmo contra el mundo: si toda guerra es monstruosa: ésa era especialmente estúpida, porque los auténticos adversarios estaban en el mismo bando. Pero la reacción de James Joyce no iba por ahí, sino que tenía algo de huraño encogimiento de hombros por parte de aquel obseso entregado  a experimentos del lenguaje.
Hay un proceso a lo largo de la vida y la obra de Joyce en que la conciencia lingüística se va comiendo a la vida personal, a su propia humanidad, en un sacrificio que, sin embargo,  no podemos lamentar—en un gran escritor hay que aceptar de buena gana  “los defectos de sus virtudes”–. Joyce, después de unas probaturas juveniles  que no prometían nada bueno pro lo egolátrico, compuso esa maravilla de sobriedad, a sus 25 años, que es Dublineses—logro que casi nadie pudo conocer entonces, cundo menos valorar–. Después, afortunadamente, abandonado su Stephen el héroe, en tono demasiado personal, supo rehacer como arte esa misma materia en su Autorretrato juvenil (o, como se ha traducido, Retrato del artista adolescente, en pase decisivo hacia la madurez—allí comenzó a saber incrustar palabras vivas, canciones y aun la fotocopia de un sermón jesuítico–. Entonces pudo Joyce acometer su obra magna, Ulises, en buena medida un mosaico de voces imitadas o grabadas, a veces como parodia de estilos ajenos, a veces como chorros de palabra interior de un personaje, con todas la s tonterías y aun indecencias que, en mayor o menor grado, siempre hay en ese cauce que nos arrastra: el lenguaje,  invadiéndonos desde fuera, sin hacerse más que muy relativamente nuestro.
El darse cuenta de que nuestra vida mental no es otra cosa que bla-bla-bla en una determinada gramática, un léxico, una fonética, etcétera, resulta al principio tan divertido para el escritor como inquietante para el filósofo. Y el mejor testimonio de la modestia del lenguajes la coincidencia, el parecido, el chiste, el juego de palabras que nos sal al paso de vez en cuando y nos hace reír.
De hecho, sabemos que a Joyce le divertían demasiado sus hallazgos verbales y que los añadía a troche y moche a lo ya escrito. Entre la primera versión manuscrita y la publicada hay casi una tercera parte del total que consiste en ocurrencias posteriores, incluidas durante la corrección de pruebas o en algunos capítulos aparecidos en revistas. Pues bien, como se puede ver en la edición de Octagon Books, donde tales adiciones van marcándose sobre un facsímile de la edición normal, toda esa añadidura es contraproducente, es un lastre perjudicial.  El día que Ulises sea de dominio público, será urgente editar el Shorter Ulyssses, el “Ulises más corto”, libre de las ocurrencias tardías para que se vea que es mejor que el que conocemos; más compacto y sustancial, de mejor ritmo para su lectura.
Después, ese exceso de autocomplacencia en su chistes fue la que llevó a Joyce a su Finnegans Wake, que cabría considerar como un error innecesario, una felix culpa, un escarmiento para enseñanza de la posterior historia literaria. A wholesale safety-pun factory, “una fábrica al por mayor de”—y aquí un juego de palabras joyciano entre safety-pin, “imperdible” y safety-pun, “retruécano de seguridad”: así lo definió la abnegada editora de Joyce, por supuesto que sin decírselo  a él–.
El crecimiento de la obsesión lingüística había sido unido en Joyce  a un creciente desinterés por lo común a todos: así, políticamente, allá por 1906, en Trieste, todavía había sentido cierto aprecio por el socialismo de Antonio Labriola—no del todo desinteresadamente, porque pensaba que un Estado socialista podría subvencionar a los creadores literarios como él mejor que los editores comerciales, según su experiencia–.Pero ese desinterés se había impuesto en él también por desconfianza hacia la capacidad de la especie humana racional: vanitas vanitatum. Quizá entonces, su drogadicción  lingüística podía verse alimentada por su escepticismo social y ético.

El final de una influencia

Enrique Murillo
Durante medio siglo aproximadamente, el influjo ejercido por James Joyce en la literatura occidental fue determinante. Su nombre representó, desde los años veinte, el modelo máximo de la tendencia experimental, sobre todo en narrativa, y siguió siendo esgrimido como símbolo y ejemplo incluso hasta bien entrada la década de los setenta. Desde la consolidación de la vanguardia histórica hasta el renacimiento vanguardista del grupo Tel Quel de París posterior al 68, decir Joyce equivalía a hablar de ruptura sin contemplaciones con toda clase de moldes y tradiciones, y apostar pro la originalidad a todo trance.
Todo eso terminó hace unos 15 o 10 años, y la influencia de Joyce parece borrada pro completo en los intentos renovadores que en los diversos países de Occidente están realizando los novelistas de las nuevas generaciones.
Para encontrar ahora rastro de Joyce, hay que acudir o bien a los veteranos continuadores de la tradición vanguardista, o bien a ciertos casos aislados de conexión con algún  fulgurante espíritu de jugueteo verbal que constituye una de las características del estilo Joyce: me refiero sobre todo a Salman Rushdie, que, leído en inglés, suena muy joyceano, aunque no tenga con el escritor irlandés puntos de contacto más esenciales.
La otra huella dejada por Joyce se nota sobre todo en el idioma inglés. Cuando un periodista tiene que titular Secuestro aéreo y se ve obligado a comprimir pro falta de espacio, lo lógico es que fusione hijack (secuestro) y sky (cielo) y cree skijack, un neologismo que Joyce hizo posible gracias a su endemoniada habilidad para trabajar el inglés como si fuese plastilina. El ejemplo señalado, que recuerdo de los años setenta, no es más que una muestra trivial de la influencia enorme y permanente dejada por Joyce en la lengua inglesa. De ahí que resulte tanto más sorprendente la desaparición de su influencia literaria.
Pero los tiempos han cambiado, y la renovación narrativa se está produciendo con curiosa simultaneidad, en culturas tan diferentes como la francesa y la norteamericana, la inglesa y la italiana, por la vía del regreso a la tradición y los géneros y subgéneros, precisamente todo ese acervo con el que Joyce y la vanguardia en general rompieron brutal y totalmente.
La historia de la literatura está llena de casos parecidos. Shakespeare dejó de ser una influencia viva con la llegada del neoclasicismo, y sólo con los románticos se recuperó la pasión mitificadora  por su obra. Igualmente transitorio pude ser este ojo de Guadiana en el que Joyce se ha ocultado ahora, pues no cabe duda de que sus libros y su actitud en relación con su oficio pueden servir perfectamente de estímulo a futuras generaciones.