Blanco y Negro Cultural 594

Blanco y Negro Cultural 594 (14/VI/03), pág. 3. “Pasen y lean”, por Manuel Rodríguez Rivero

16 de Junio, Bloomsday 99
En 1909 Joyce escribía a su mujer Nora Barnacle: “Amor mío: ¿Qué harto, harto y harto estoy de Dublin! Es la ciudad del fracaso, del rencor y de la infelicidad. Estoy impaciente por salir de ella”. Como antes hicieron Swift, Yeats, Shaw o Wilde, como después haría Samuel Beckett, Joyce terminó marchándose de allí par llevársela intacta para siempre en el corazón. Más tarde y más lejos, en cuartos destartalados y pensiones indecentes de Trieste, Zürich o París, compuso Ulises, sin duda la mayor celebración que jamás se haya realizado de la ciudad del Liffey: Me gustaría hacer una pintura de Dublin tan completa que si un día despareciese repentinamente de la tierra, pudiera ser reconocida a partir de mi libro”. Ulises (1922), la novela más influyente del siglo XX, era, en el fondo, una narración realista. De modo diferente a lo que entendemos desde Blazac o Galdós: las 24 horas de la pequeña odisea del judío Leopoldo Bloom el 16 de Junio de 1904 son el retrato del exterior e interior de un uomo cualunque, de su peregrinación antiheroica por esa ciudad del rencor, de la infelicidad y el fracaso. Joyce, como Cervantes, estaba absolutamente convencido de la importancia de lo que escribia, y tenía un fe absoluta—un punto mostrenca y supersticiosa, por tanto—en la posteridad de su libro. Una fe que logró comunicar a un puñado de seguidores (por ejemplo a Harriet Weaver, una de sus priomeras editoras, o a Sylvia Beach, la propietaria de la libería Shakespeare & Co), que le ayudaron a difundir el libro entre los círculos escogidos—y estratégicos para el funcionamiento del “boca a oreja”–, a pesar de las prohibiciones y condenas a las que estuvo sometido.
El próximo lunes, fecha en la que se conmemora el aniversario de ese periplo urbano irrisoriamente homérico, los joyceanos volverán a celebrar el Bloomsday. La ceremonia, que hasta hace poco más de una década se revestía de la intensidad de una reunión de pacíficos fanáticos más o menos pirados, es ahora un fiesta semioficial que figura con todos los honores en el calendario turístico irlandés. Como cada año Dublín se llenará de joyceanos de todo el planeta: gentes dispuestas a recorrer con alegría y veneración los lugares (los que quedan: ha pasado casi un siglo) en donde transcurrieron, tal día como ése hace 99 años, las peripecias de Leopold Bloom (Ulises) y Stephen Dedalus (Telémaco). O de la inolvidable Molly Bloom, cuyo monólogo erótico ha sido el modelo de tantos posteriores. Siguiendo la tradición, los fieles degustrarán sandwiches de gorgonzola en el pub de Davy Byrne, almorzarán riñones dde cerdo, se atiborrarán de Guinness (ahora la sirven fría), pasearán por el centro de la ciudad o por las cercanías de la Torre Martello de Sandycove (donde comienza la novela: “Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera”) y leerán por turnos y en alta voz fragmentos del libro. De Ulises existen tres traducciones disponibles en castellano: la de Salas Subirats (Planeta, corregida por Eduardo Chamorro), la de José María Valverde (Tusquets) y la más reciente de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas (Cátedra). La novela, como se sabe, ha influido incluso a quienes nunca la leyeron. Y, en cierto sentido, condensa en sí misma una de las características que Italo Calvino atribuía a los clásicos: libros que “cuando más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”. Como ocurre con las grandes obras, Ulises establece siempre una relación personal con quien lo lee. Acérquense sin miedo ni prejuicios a esta novela, si es que no la han leído todavía: comprobarán cuánto le debemos.