Homero de Irlanda

Diariode Sevilla “Culturas” 119, p. 3 (7/VI/01), por Ignacio F. Garmendia

Pocos casos de eso que suelecaracterizarse como una relación de amor y odio ha habido másrepresentativos que el de Joyce respecto de su ciudad natal, el Dublínque retrató con insuperables crueldad y lirismo, del que se exiliólleno de amargura y al que acabó convirtiendo en uno de los territoriosmíticos de la literatura contemporánea, objeto de peregrinacióny de culto. No fue el primero ni el último escritor irlandésen mantener vínculos conflictivos con la vieja “madrastra”, peroacaso sea su apostasía la más traumática y rodeadade paradojas, pues parece claro que Joyce quedó marcado para siemprepor el rechazo de una tierra que amaba más que ninguna otra cosaen el mundo. Los restos llamados mortales del autor de Dublineses reposanhoy en Zúrich, donde murió, lejos de la ciudad inmortalizadaque nunca perdonó los agravios sufridos.

Ceguera y fanatismo
La vida atribulada de Joyce,bien conocida incluso en sus más íntimos episodios, ha merecidomás de una buena biografía. Sobre todas ellas, felizmentedisponible en castellano,debe citarse la monumental de Richard Ellmann,que junto a las consagradas por el mismo autor a Oscar Wilde y a T. 5.Eliot conforman una trilogía de obligada visita para los aficionadosa la moderna literatura en lengua inglesa. Fue el propio EIImann el encargadode editar, con el previsible escándalo, las muy obscenas cartasprivadas que Joyce dirigía a su mujer, donde daba rienda sueltaa sus fantasías sexuales con minuciosidad obsesiva y, a decir dealgunos, patológica. Esta reciente aproximación de Edna O’Brienno contiene información novedosa, pero a cambio muestra virtudesencomiables, empezando por su ritmo narrativo y por la acertada combinaciónde relato y juicio, alejado éste de cualquier pretensiónexegética que trascienda los límites de lo inteligible. O’Briense ha acercado a la vida de Joyce, tan novelesca, como si emprendiera unanovela: la epopeya del artista incomprendido, tenaz y firme en su propósito,egoísta y megalómano, borrachuzo y putañero, ciegode ceguera y de fanatismo, visionario.
Educado por losjesuitas, Joyce pronto renegó del credo católico, un pecadoimprescriptible en la muy apostólica Irlanda. Resentido por causade la decadencia familiar, acosado desde su infancia por estrecheces económicas,el joven James desarrolió un carácter difícil agravadopor la temprana conciencia de su genio, lo que le convirtió en unser altivo, desdeñoso y taciturno, con irreprimible tendencia afrecuentar por igual tabernas y burdeles. En los últimos díasde la primavera de 1904, Joyce conoció a Nora Barnacle. Era el 16de junio, fecha en que transcurre la más célebre jornada.Con Nora, la campesina de Galway, compartiría hijos, lujurias yexilios. Londres, París, Zúrich, Trieste, Roma: un penosoperegrinaje en busca del reconocimiento que no acababa de llegar. PeroJoyce, tras incontables reveses, encontró la protección dedos mujeres generosas y osadas: Sylvia Beach, que regentaba la legendarialibrería Shakespeare & Company, editora del Ulises; yHarriet Weaver, que había publicado por entregas el Retrato delartista adolescente y se convirtió en el más abnegadode los mecenas, hasta extremos inconcebibles que agotaron su capital. Paraentonces, embarcado en la tortuosa redacción de Finnegans Wake,ese criptograma indescifrable, Joyce era un hombre enfermo y vencido. Suvictoria definitiva fue póstuma.
No es extraño que su nombre continúesuscitando antipatías, al margen de moralismos obtusos. Joyce fue”un tipo insoportable” y la literatura deliberadamente crípticatiene merecida mala fama. Sin embargo, algo nos dice que su loco empeñono fue vano, que puede haber grandeza en la abyección cuando existeun objetivo que la justiflque. Ulises, al menos, bien lo vale: Homerono hay más que dos.